Nos hablan de impulsos, de pensamientos antagónicos, de sueños y realidades dispares que nos remiten a tristezas y alegrías, pero también a excesos y veleidades, andanzas nuestras de dudoso criterio y de dudas en grandes proporciones; pero cuando suscitamos palabras determinadas, conceptos exiguos que entrañan misterios imperceptibles, el subsconsciente condiciona nuestro humilde raciocinio, lo cual nos hace perder el control. Un hecho que nos acompleja, nos hace temblar y nos condiciona, sin duda alguna.
¿Qué consecuencias? Sólo falta que repitáis en vuestras cabezas una misma idea, un mismo deseo, un mismo pensamiento, y quedaréis subyugados al mismo. Entonces perderéis la capacidad humana que hace de nosotros unos seres especiales y caeréis víctimas de vuestros instintos animales, remontándoos a las leyes naturales, estrictamente biológicas y no cognitivas, que rigen el mundo animal. Vuestros niveles de serotonina quedarán establecidos en un porcentaje definido por la medida de vuestros intereses, ya unidos a los cambios eidéticos de vuestro carácter. La verdadera inutilidad de todo ello: que si no creéis no sentís, pero tampoco podéis experimentarlo si tampoco lleváis a cabo la segunda parte del proceso: el sexo, entendido como praxis, en este caso. Para ello debemos aprender a dominar nuestros impulsos y enjugar nuestras lágrimas de placer para mediar en algo también propio del mundo animal: el cortejo. Más allá: lo que nos depare la noche, el día, la vida, nosotros, y sobre todo, un criterio muy crítico, o cínico, depende de como se mire y con quien te acuestes. Pero ante todo: palabras, ya sean de Safo o de Sade, de Casanova o de Tenorio; conceptos, preceptos, formas de actuar: mucha imaginación...
Artículo: ©Ángel Brichs
Imagen: © Wikimedia Commons
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