Una cuchara. Normal. De postre: cucharilla auténtica, mofa y desconchada. De tanto usar y limpiar. Brillante sin mácula, sólo anunciada por destellos inocuos de motas rayadas.
Todo está en calma.
Mi cabeza discurre; luego, en una marisma de pensamientos escondidos, nudos escabrosos de mi ambigua personalidad. «Atropellada, diría yo». Eterna sacudida sexual de deseos ocultos y pasiones desgarradas, ungidas con silentes estertores de impotencia, de desazón, de cobardía, de odio, de celos, de imágenes rotas, y una cuchara que las nutre.
Traumatismo
–Hijo mío, ¿estás bien?
–Claro, mamá. No te apures, ya no me duele nada. Sólo que recuerdo más bien poco. Debe de haber sido el golpe...
–¿Qué golpe, mi niño? No te has caído.
–No, pero sangro. Ésto es sangre, ¿no? –ruge el chico, señalando unas ropas que se van entumeciendo más y más con un líquido purpúreo, viscoso.
–¡Ja, ja, ja! ¡Estúpido bobo!: porque te acabo de cortar la pierna. ¿Cómo quieres estar?
–Jodidamente...
–¡Jodido! –añade, finalmente, la mujer–. Tenía que pararte de alguna forma, ¿no? Te seré sincera, y hablando en tu jerga de matones y chulos de barrio: nunca me has molado, eres un cutre de cuidado, y ahora, siendo un guiñapo, me he vengado. La putada es que ya no podré librarme de ti... Traumático, ¿no?
LA NOTICIA
El talante estoico de Juan le había permitido de soportar a Silvia, su novia, hasta altas horas de la madrugada. Cierto de que era sábado. Cierto de que no habían salido a cenar, cosa que evocaba a esa abulia en la pareja, cuando no sabe (uno de los dos, u ambos) lo que tiene que hacer. En esas lides, a veces, más vale mecerse en el anonimato e ir, cada uno, por su lado. Y es que este tipo de dilemas son lo que añade interés a una relación.
Aunque resulte increíble decirlo, la distancia, no el aislamiento sino una separación prudencial es la fuente de carburante emocional que les hará volverse, y caer en la tentación. Hay que entienden que el modo sapo no le gusta a nadie, y es justamente hacer la pelota lo que el otro(a) no hecha, precisamente, en falta; más bien al contrario. En caso de que así ocurriese, ya sabemos cómo acaban las cosas: cada uno por su lado y good luck, ya nos hemos conocido; fue feliz mientras duró.
Lo que resulta ser un engorro de los buenos es satirizar la noticia, o sea, de fijar demasiado empeño en algo que, aunque nos parezca ridículo, pueda ocurrir.
Es entonces cuando surgen los tópicos, devienen nuestros complejos y caemos en la tentación de cumplir la oración subordinada de la vida: uno de los dos ha de morir. Solo uno(a).
* * *
Es domingo, uno cualquiera. En villa Almeida todo está en calma. Todo hasta que, hace algunas horas, la mitad del vecindario del complejo residencial, en concreto, la comunidad del Bloque C, se despertaba.
La nueva estaba ya en la edición dominical, sección «sucesos»:
Joven asesinada. Hombre de mediana edad ingresa en prisión. Ha resultado ser su ex marido, Juan F.; otro caso desafortunado de violencia doméstica.
Redacción, EL MATINAL
Unos entumecidos pulgares manosean el periódico, haciendo dos pliegues en la sección gastronómica, después de que su propietario haya leído la crónica del día.
–¡Marcela!
–Dime, José –añade una voz temblorosa.
–¿A qué esperas para hacerme esta comida? –señala el hombre con su gran mano el periódico.
–Como gustes –añade una voz, algo más débil todavía.
–¡Así me gusta!, ¡y no tardes!
1/2 FINAL
¿Final? ¡No!, habrá más golpes, esto no ha acabado todavía.
(Este relato tiene moraleja, como todos, pero no conclusión, ya que la «violencia de género» es algo que continúa y no terminará, hasta que todos(as) queramos que eso ocurra, proclamando a los cuatro vientos su necesaria defunción y completa extinción).
Cierra los ojos
...Y deja fluir tu imaginación. ¡Puedes hacerlo, Manu!
–¿Aún lo crees, Claudia?
–Siempre lo has hecho, ¿recuerdas? La universidad, nuestros primeros años juntos...
–Pero hemos cambiado. Ya no somos jóvenes.
–En eso estoy de acuerdo, pero tú...
La frase quedó truncada por un extraño ruido en el fondo del callejón. Una extraña sombra se ciñe detrás del contenedor de basuras. Más tarde se descubre una cola y un tenue maullido infunde tranquilidad a la pareja en su paseo nocturno.
_
–Han pasado los años, y poco ha cambiado, mi amor.
–Sí, cariño, pero tu mirada sigue igual... de sincera.
Un beso largo cierra las bocas de los amantes, impidiéndoles de pensar, dando un respiro a sus pesares y prestándose a la irracionalidad del sentimiento.
Cuando eres joven, pocas cosas te importan. Te piensas libre de todo, y en tu falta de experiencia, y de madurez, lavas tus carencias dentro de un nido de pasiones. El sexo, la vida y la muerte son poco más importantes que tu mortal envoltorio, el cual cultiva tu existencia. Poco significado tienen; tan sólo un concepto, ungido en un tópico, que va más allá y trasciende a la propia literatura (Carpe Diem), lo es todo para ti.
Desgraciadamente, o por fortuna, pocos años separan esa etapa efímera de tu robusta madurez. La virtud se vuelve autoridad y las algaradas juveniles, un vulgar recuerdo. Lo malo, es que en toda memoria, el pasado no suele ser nunca vacuo. Los hecho siempre acuden en el tiempo, y la memoria, objeto y canal del recuerdo, los hace aflorar de nuevo, en tu vida, al margen de todo, de ti, de tu vida, y de tu...
–Mi mujer. ¡Sé mi mujer!
–¿Cómo dices? ¿Estás loco?
–¡Vayámonos a vivir juntos!
–Oh, Manu, ¿lo dices en serio?
–¡Ya lo creo! –asiente el hombre con la cabeza.
La banalidad se convierte en ficción y el impulso postrero pasa a la posteridad. ¿Debería entenderse eso como una humillación? ¿O quizás un salto al vacío?
Una nada poco solitaria, sí, pero que ha dejado de servir al término independencia. Es un simple instante, una palabra sola, formada por dos letras inquebrantables, determinantes, que afectarán al resto de una vida.
–Claudia, cuando íbamos a la bolera, después de las clases de la Uni, tenía miedo...
–¿Miedo?, ¿de qué?
–De ti, corazón. Yo no tenía en esa época. Vivía al límite. Pero no vivía mi vida, sino la de otro. No tenía nada hasta que...
–Me conociste...
–No sólo eso. Entendí quién eras y lo que suponías para mí.
–¿Y eso es bueno? –añade, ingenua, Claudia, sabiendo ya la respuesta a su pregunta.
–Depende de ti, cariño. Yo no lo sé.
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Tan sólo quedaban un par de manzanas para llegar a su casa. Un bando de libertad, una puerta a la esperanza, a un futuro incógnito, se abría ante ellos. Más atrás, a doscientos metros de sus pasos noctámbulos, una sombra de muerte, venida de allende de la vida, con sus manazas callosas, someras, fútiles, sujetando una afilada navaja semioxidada, extraña, impura, simple, escapaba de las sirenas de la policía, dejando un reguero de sangre en una tienda olvidada de un barrio sin nombre.
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–Las luces de la gran ciudad se van apagando, Claudia. Siento que lo nuestro durará.
–¡Y yo también, Manu!
–Presiento... ¡Ahhhhh!
Un suave corte y todo sentimiento vaga lisonjero, se torna olvidadizo, y muere.
Unos pasos rápidos siguen a media docena de botas recién lustradas. La pisadas se alejan, un charco de sangre a la luz de una farola alumbra el final de una vida, de una época.
Ahora, tan sólo un corazón roto, de nuevo independiente, pero ya maduro, dotado de la experiencia suficiente que le permita de expresarse con cordura y actuar con vehemencia (pero sin ocultar su tristeza), procede al fin:
–Cierra los ojos, Manu; me has enseñado algo, creo que tenías razón, y gracias a ti, te debo la vida, cariño; he descubierto que los llantos de poco sirven cuando todo ha terminado, y que igual que las flores en primavera, todo debe sujetarse al breve recorrido que mece nuestra vida. Duerme tranquilo, Manu, porque has vivido. Y que el ojo que todo lo ve, y que ha cerrado los tuyos, logre la paz eterna.
La luz de la farola se apaga. Está amaneciendo. Sobre el charco de sangre de la poca transitada calleja, dos cuerpos entrelazados saludan al destino, el cual ya es pasado: ¡el suyo!
Copyright:
Microrrelatos:
Ángel Brichs
Imágenes:
Abi Pap
(2009-2010)