Malas
compañías
Aquel
jovencito se sentaba en un taburete de la barra tocando su cara
recién enrojecida y dijo: “ojalá estas mujeres no fueran tan
estrechas”. Dave dejó inmediatamente el paño con el que secaba
las copas y se le acercó, para soltarle el mismo discurso de
siempre, el que ya he escuchado muchas veces: Muchacho,
voy a ser muy claro. Compré este club hace mucho tiempo y he
trabajado demasiado para dejar que lo infecte tu inocencia, solo
porque una camarera te haya dado una bofetada. La noche es atractiva,
luce un encanto especial, un extraño tapiz nublado que podría
marear al whiskey en el ambiente más sórdido. Pero créeme
muchacho, lo sé de sobra, no es sencillo ni romántico, aquí
podrías lastimarte mirando a cualquier chica. Muchacho, esto no es
el cine, donde ves a Paul Newman emborracharse y salir del bar con su
mirada azul. Maldita sea, si ese tipo hubiera pasado un par de horas
en el Korova se le habría vuelto negra la sonrisa. Hazte un favor y
vuelve a casa antes de que te roce la metralla del perfume de alguna
chica.
Durante
años camareras, coristas y mujeres de moral relajada arrastraron su
reputación por el Korova. Todo tipo de mujeres que dejaron un
reguero de víctimas, y Dave quiso advertírserlo al chico antes de
que fuera demasiado tarde. Quizás para que no le ocurriera como a
Guido Fischetti, un pistolero de Frank Nitti habitual del local que
presumía de curriculum e invitaba a copas, gestos siempre apreciados
por los que frecuentaban el club. Guido, con trajes recién
planchados y peinado impecable, se pavoneaba de no casarse porque no
encontraba a ninguna mujer que hiciera juego con sus antecedentes.
Hasta la noche que Claudia Simons entró al local.
Se
abrió la puerta y estuvo media hora entrando mujer. Satisfecha de no
hacer prisioneros con las miradas del local, buscó una mesa con
buena luz que luciera sus piernas. Solo Guido reunió el aplomo
suficiente para acercarse. Ella le invitó a sentarse, desplegó su
sonrisa y aparecieron setecientos cincuenta y tres dientes. Desde la
barra Dave, avezado en este tipo de encuentros, negaba con lo cabeza.
Había visto demasiados como éste.
Durante
semanas Claudia y Guido se dejaron ver por los mejores locales de la
ciudad. Restaurantes, teatros, cines. Dólares. Ropa cara, joyas y
perfumes, muchos dólares. Guido abrazaba su trofeo luciéndolo, con
el mismo orgullo con que ella mostraba los diamantes que adornaban
sus dedos. Disparaba billetes de cien pavos como antes vaciaba
su glock.
Más tarde Guido comprendió que no hubo problema entre ellos
mientras hubo dinero. Sólo el día en que su cartera titubeó más
de la cuenta comprendió que la sonrisa de Claudia era pura
bisutería. Los billetes dejaron el sitio en la cartera a las
discusiones. Un par de días más tarde y ella ya se había marchado
con un joyero de paso por la ciudad. Guido sólo volvió al Korova
para despedirse. Sabía que Frank Nitti no le aceptaría a su lado,
que a un tipo realmente duro jamás le habría ocurrido algo así. Lo
último que supimos de él fue que andaba trabajando en un negocio de
tintorerías en Cleveland. Guido pensó que una mujer así le
cambiaría la vida. Y no erró.
Por
casos así Dave anda siempre atento. Detesta que espanten a sus
clientes. Pike,
hay ciertas mujeres que son peligrosas, me
decía acodado en la barra. Solo
con una mirada podrían hacerte mear sangre durante tres días. Dios
santo Pike, mujeres así, serían capaces de infectarte la pus.
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