EL SECRETO
Cuantos barcos adornando la bahía. Luce así, siempre que hayan pasado las tormentas, pues los que andaban de faena han llegado al más próximo refugio, un lugar semejante a este, con otros hombres de mar como ellos, que cargan sus estúpidas historias a cuestas, precisamente para momentos así, cuando los marinos vencidos deben cobrarle al mar su castidad perdida, su hombría maltrecha. Es tonto oírles comparar faenas, mostrar a todos sus feas cicatrices, aun antes de que el alcohol les robe el poco sentido común, del que aun puedan hacer gala, si sus bocas cerradas observaran por ejemplo, la tarea del clima por sincerar las nubes con el suelo, dejándolas inocentes y vacías…Ahí están, ocultándose entre ellos, para esconder el tumultuoso terror, que unas horas antes había habitado sus cuerpos, y sus almas, en medio del espantoso temporal. Pero, así son todos los marinos, intentan orgullosamente convencer al resto de ellos y al mundo que piensan los escucha, que son más hombres, más fuertes y resistentes, que otro cualquiera, digamos, por ejemplo, un caminante que solo pasa, un carnicero, un cura, o un tranquilo tenedor de libros… como yo.
Llevo ya diez años, anclado como viejo barco a este lugar, donde a fe digo, viene a dar sin que mi voluntad mediara en ello. Entonces, tenía yo treinta y cinco, poseía objetivos, había hecho planes, pese a que la vida había dictado su cátedra demostrándome que las cosas que uno persigue, no tienen porque resultar según las piensas. Deportado, llegué a este sitio desde Turquía, pues allí me capturaron intentando entrar un contrabando, un cargamento de mercaderías americanas, un negocio que me reportaría lo suficiente para establecerme cómodamente en cualquier país de Europa. Era ese el último intento de una larga serie, donde mi escaso capital se había consumido, y que de no terminar felizmente, como de hecho sucedió, me dejaría en la ruina.
Mis compadres, en peores condiciones que yo mismo, fueron encarcelados. Unas piedras que llevaba desde antes, como seguro de vida, pasaron a las manos del jefe de la policía de aduanas, quien autorizó como contrapartida mi deportación inmediata. Así arribé a este lugar, en un buque mercante, que hubo de resguardarse de una fuerte tempestad, lastrado y sin fuerzas, como los barcos que veo anclados, y solo después de apearme supe que esto era Tesalónica. Al día siguiente, el carguero partió sin mi, pues el capitán se negó a embarcarme nuevamente rumbo a Italia y no tuve más remedio que ver en este giro de mi vida, por lo menos la buenaventura de no haber muerto.
¿Cuantos oficios hube de llevar a cabo para guardar la vida de la lamentable acción de la indigencia? sin duda fueron muchos. Sin embargo, mi instrucción me ha permitido acceder a labores académicas que, en los pueblos costeros como este, las más de las veces no hay quien lleve a cabo. Me convertí en librero, gracias al salario como maestro de escuela, que me paga el ayuntamiento hace ya siete años. Entonces, todavía abrigaba la idea de marcharme, y por ello reunía algún dinero, ahorraba para poder marcharme. Pero, la vida otra vez iba a demostrarme que las cosas nunca salen como uno las plasma en su cabeza. Apareció alguien, una mujer, y me quedé.
Su nombre era Sondra (he olvidado presentarme ante vosotros, me llamo Filippo). Los autoritarios rasgos de su rostro eslavo y su estatura superior a la media, eran contradichos por su voz delgada y su tímida personalidad, dotándola semejante contraste de un atractivo al cual era imposible sustraerse, después de haberla tenido al frente. Cuando la conocí, ella aun guardaba luto de su esposo, muerto en el mar tres años antes. Yo, en cambio, ya había gastado tres lazos, mi alma los llevaba a cuestas, muertos, fallecidos tristemente, sin la desaparición de ninguno de los contrayentes, su fin solo debido a mis cambios negativos de fortuna.
Los dos años que compartí con Sondra fueron los más felices de toda mi vida, y se que no habrá un tiempo igual a ese. Cayó enferma de bronquitis, y esta le incubó una mortal pulmonía, que atacamos, y de la que después, nos defendimos, durante seis meses de postración. Se fue, y por poco pierdo del todo el acento por la vida, pasó casi un año para volver a interesarme, fue desear morir, y conservar su recuerdo. Leí mucho, mientras trataba de averiguar que sería de mi vida, y acaso fueron todos aquellos libros los que me sacaron de la ruina horrible en que me sumí al morirse Sondra.
No conozco a Moritz, se que tiene más o menos la misma edad que yo. Quienes hablan de él, dicen solo conocerlo por ese único nombre desde que llegó aquí, nadie sabe de donde. Es un enganchador, uno de esos personajes que diariamente recorren el muelle en busca de personal, cada vez que algún barco ha conseguido financiar un nuevo viaje. Moritz es, pues, un intermediario entre la tierra y el mar. Y era respetado, hasta que un día el buen Cristo le dio la espalda, y cada legión de los marinos que embarcaba terminaba ahogándose o se perdía, en las aguas conocidas, pero celosas del Mediterráneo. Nadie en el pueblo de Tesalónica aun se explica el fenómeno, ese cambio en la suerte del hombre, y su posterior empecinamiento en devolver a su destino la perdida fortuna, acusando el síndrome del jugador –que mientras más pierde, más tiene la compulsiva necesidad de jugar– que tiene a Moritz buscando incautos marineros, voluntarios que formen parte de nuevos viajes, para los barcos que frecuentemente dejan aquí sus cansadas tripulaciones, que solamente desean algunos meses de asueto, barriles de vino y mujeres solícitas para sus contenidos deseos, que sean bonitas o no, es igual, con tal que no hagan preguntas y sean baratas.
Moritz simplemente es un asesino. Ignoro que sortilegio extraño domina su vida, pero se que solo terminando con ella volverá todo a ser como era antes. Nadie se le acerca siquiera, su presencia es preludio de muerte y ya es su nombre una voz impronunciable, en cualquier conversación, nadie se atreve, aunque es un secreto, al menos a pensar en él. Es un hecho que tampoco nadie será capaz de idear un plan para matarlo.
Ahora pueden entender que me impulsa a escribir todo esto: la vida me ha demostrado que las cosas nunca salen según lo planeado, y quiero que esta constancia cuente las causas reales que estimularon el desarrollo de los acontecimientos. Sin embargo, yo se que esta vez todo saldrá conforme lo pienso. Por primera vez, uno de mis ideales se cumplirá acorde a mi deseo, y modulará las debidas consecuencias. Moritz desaparecerá, del mismo modo que llegó un día, no dejará huella alguna, sin causar el más mínimo embarazo con su definitiva ausencia, y solo estamos a una cuantas horas que por mi mano se cumpla definitivamente su destino.
Son las siete y ya es noche cerrada. El cuchillo de seis pulgadas, destinado a anidarse en el pecho de Moritz, duerme tranquilo en su funda. He de vestir un atuendo algo distinto del que corrientemente uso, para poder ir en su busca, sin llamar la atención: botas de cuero, altas, pantalón de gruesa mezclilla, ya bastante gastado, y en su cinturón el arma. Chaqueta de cuello alto, y pasamontaña negro de lana. Estoy listo, ahora veremos cuanto dura mi búsqueda.
He vuelto aquí. Debo empacar mis cosas, unas pocas, y marcharme de este lugar para siempre. No he podido matar a Moritz. ¿La razón? Como explicarlo sin narrar la búsqueda…Entré al bar de Cora, en la Ensenada, porque el frío me hizo desear un café. Mi sorpresa fue mayúscula, cuando a mi paso todos los parroquianos sin excepción, dejando abandonados sin terminar sus consumiciones, salían rápidamente del lugar, pasándome a estrujones, sin mirarme siquiera. Me asomé a la ventana, esperando ver algo que me causaría similar sorpresa que a los otros, y así verme impelido de salir corriendo de allí. Pero no, no había nada. Solo sombras..
Me volteé, con la muda pregunta apenas formándose, pero con mi rostro expresando el desasosiego por el anterior evento, de que no me veía como protagonista. Cora estaba de pie y me miraba asustada, desde atrás de la barra alta de caoba. Sostenía un arma en sus manos y repentinamente, me espetó, con su ronca voz de fumadora…
–¡Moritz, por favor! ¡Si en algo estimas tu vida… sal de aquí ya!
Volteé mi cabeza, sin comprender que ocurría. Di media vuelta, y mi imagen se reflejó sobre la mugrosa superficie del espejo, y vi el reflejo que mi cuerpo producía ante él. Era Moritz, tal como todos lo describían, con su rostro avejentado y cetrino, las marcas del sol formando una desierta geografía que no constaba en bitácora alguna…
Corrí tanto que perdí el resuello, pero al llegar aquí, ya superado el recuento básico de todas las historias de diabólicos seres duales, con sus varias y malditas vidas a cuestas, solo sabía que debía salvar a Moritz. Había comprendido la verdad, tenía la explicación del porque nunca nada había resultado como lo planeaba: Yo soy Filippo, yo soy Moritz…
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Relato:
©José Ignacio Restrepo
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