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domingo, 5 de febrero de 2012

Algunas prosas escogidas, XXXIV: Joan Anfruns

Savia nueva


Mi nombre es Thar y nací hace quince años en Bramwell, un pueblo no muy lejano al lugar en el que me encontraba en ese momento y en el que me hubiera gustado no estar, Tristán. Como todos los niños de aquella época, me crié con las terroríficas historias de la mítica Tristán, pero con los años dejé de creer en ellas. Sin embargo, al encontrarme en aquel lugar no pude evitar recordar los sórdidos cuentos que me relataba mi abuelo junto a la chimenea durante los fríos inviernos.
El cielo era una manta de nubes grises que apenas era capaz de atravesar el Sol. Se acercaba una fuerte tormenta, aunque ese era el menor de nuestros problemas. Un cuervo graznó desde uno de los tejados en el momento en que emprendió el vuelo haciendo que una teja se deslizara hasta partirse en mil pedazos en el suelo. El paisaje era desolador. En el centro del pueblo estaba lo que quedaba del pozo y las casas de piedras grises apenas se aguantaban en pie. Tristán había sido consumida por el fuego mucho antes de que yo naciera, pero según me había contado mí abuelo, el fuego llegó después de que un mar de pavorosos engendros emergiera de las profundidades para acabar con la vida de aquella próspera villa.
Mi maestro me hizo señas con disimulo, no quería llamar la atención de nuestros acompañantes. Me acerqué hasta él y recogí un puñado de monedas de entre unos huesos consumidos por el tiempo. Esa iba a ser toda mi recompensa por el momento, aunque por lo menos, mi maestro compartía algo del botín, puede qué con el tiempo también compartiera su sabiduría y me enseñara el noble camino a la luz.
—El viejo de la posada ha dicho que al llegar a la plaza central debemos dirigirnos al norte, hacia aquella montaña —les contó mi maestro al resto para que no prestasen atención y yo pudiera meterme las monedas en el sayo—.
Ante la curiosa y perversa mirada de las alimañas, abandonamos el pueblo que antaño fue frecuentado por numerosos héroes y comerciantes en busca de gloria y riquezas. No pude resistir la tentación, antes de irme, de mirar hacia atrás y observar por última vez la terrible herida que era Tristán. Vivimos en un mundo repleto de mentiras, mentiras que dejamos que nos cuente por que las  necesitamos para poder conciliar el sueño y cuando por fin la realidad viene a por nosotros ya es demasiado tarde para reaccionar y nos pisotea dejando pueblos arrasados.
Al darme la vuelta para seguir al grupo, tropecé con algo y caí al suelo arrancando una nube pútrida, negra y maloliente. Mi maestro me ayudó a levantarme, mientras nuestros dos compañeros nos miraron con desprecio.
—Vamos chico —me dijo—. Si sigues haciendo tanto ruido me quedaré esas monedas que has cogido.
—Lo siento —balbuceé—, nunca he estado en un sitio como este.
—Necesito que demuestres lo valiente que puedes llegar a ser.
Me dio unos afables golpes en el hombro con su mano acorazada y se apartó de mí. Dolorido en mi orgullo, eché un último vistazo a la gran jaula que me había hecho caer y me alejé preguntándome si alguna vez algún hombre estuvo preso en ella.
Siguiendo los pasos de mi maestro, no pude evitar recordar la noche anterior, cuando llegamos a Nueva Tristán y todo parecía mucho más fácil. Debía ser cerca del anochecer, pero era imposible saberlo porque llevaba tres días lloviendo con furia. ¿Acaso nunca brillaba el Sol en aquella tétrica región? El pueblo nos recibió con indiferencia, como si estuviera acostumbrado a los desconocidos. El herrero dejó de golpear el metal al rojo vivo y nos miró con su único ojo, escupió sobre el barro y continuó con su tarea como si no hubiera visto a nadie. Reconozco que se me puso la piel de gallina y por primera vez me arrepentí de seguir a mi maestro en sus andaduras. Nos detuvimos junto a la posada, atamos a nuestros cansados caballos y entramos con la esperanza de encontrar comida caliente y algo de cobijo. La luz nos cegó al abrir la puerta y el agradable aroma del cerdo recién asado nos dio la bienvenida. Mi maestro se dirigió hacia la barra y allí habló con un hombre de mandil sucio y rostro poco amigable. Después de cruzar unas pocas palabras, deslizó algunas monedas sobre la madera y me hizo señas para que le siguiera.
—Cuidarán de los caballos hasta mañana —dijo—; ven, sentémonos con nuestro hombre.
Caminamos por entre las desiertas mesas hasta la que estaba situada en la esquina más alejada, pero más cercana a la chimenea que estaba encendida. Allí nos esperaba un hombre bastante roído por el tiempo. No sólo es que fuera anciano, es que el paso de los años había consumido su piel de una forma espantosa. Pequeños orificios se esparcían por su cuerpo sin respetar ninguna parte. Manos, brazos, cuello y por supuesto la cara eran un sádico tributo a la viruela más sangrante que había visto en mi vida.
Nos quitamos las capas de viaje, las colgamos al calor de la chimenea y nos sentamos frente al enigmático hombre que bebía a sorbos pausados algo que parecía ser un té caliente. Mi maestro mostró un sobre lacrado que había sido abierto hacía ya un mes.
—¿Me habéis enviado vos este reclamo? —preguntó con sequedad.
El viejo se limitó a asentir, tomó un largo trago de su infusión y después inspiró con fuerza.
—Es un honor estar en presencia del famoso paladín de la luz Vedesfor, apodado, seguramente con acierto, El Muro.
—Ese es mi nombre y así me llaman, ¿Cuál es la misión tan peligrosa de la que me habla en esta carta?
—¡Oh!, vaya (el viejo parecía sorprendido ante tanta falta de tacto). No esperaba hablar de negocios tan pronto, pero me imagino que estarán cansados del viaje y desearán descansar en una cama seca y caliente.
—Así es, la travesía desde Kurast ha sido larga.
—Lo sé. No se imagina lo que me costó mucho encontrarle, se lo aseguro —explicó el anciano—. Por suerte, su nombre es conocido en todo Santuario y tengo algunos conocidos en esa ciudad con los que comercio habitualmente.
Mi maestro cruzó los brazos sobre el pecho y observó con impaciencia al hombre que les había hecho venir desde tan lejos.
—Está bien, está bien. Ya veo que lo suyo no son las relaciones diplomáticas.
—Si lo fueran no hablarían de mí y creo que por eso me habéis pedido que venga. No por mi lengua, sino por mi espada.
—Cierto es —el viejo me miró por primera vez desde que me sentara a la mesa y sentí que el estómago se me revolvía— ¿El chico le acompaña en todas las misiones?
—Es mi escudero y me seguiría hasta la misma tumba del Señor del Terror si yo se lo pidiera.
—En fin, hablemos de negocios.
El viejo levantó una huesuda mano repleta de gruesas venas y dejó un saco con una generosa cantidad de monedas de oro.
—Tengo un cliente muy interesado en una joya que se perdió hace mucho tiempo y que pagará una importante suma de dinero por ella. El tesoro en cuestión se trata de un poderoso anillo llamado Piedra de Jordan y que lleva desaparecido más de treinta años. Llevamos tres buscándolo y creemos que por fin hemos dado con su paradero real. Según nuestras investigaciones, en la vieja Tristán vivía un tullido chico llamado Wirt que, inexplicablemente, parecía tener acceso a muchos tesoros. No sabemos cómo, pero se hizo con el anillo y lo ocultó con avaricia. Desgraciadamente, murió cuando Tristán fue presa de las llamas. Sin embargo, hasta mis manos llegó, no hace mucho, un pequeño diario que hacía las veces de libro de cuentas y en él relataba algunos de sus secretos y la forma de llegar a tres de sus escondrijos. Hemos investigado dos y los encontramos saqueados, por eso creemos que el tercero es el sitio correcto, sobre todo después de perder a dos de nuestros hombres.
—He oído hablar de esa preciada joya y estoy convencido que estará bien protegida.
—Enviamos a dos exploradores poco antes de escribir esa carta que habéis recibido y nunca volvieron. Esta tierra es peligrosa y todavía quedan bestias lo suficientemente inteligentes como para reconocer el verdadero valor del anillo.
—Mis servicios son caros...
—El problema no es el dinero—. El viejo empujó con dos dedos el saquito de monedas hacía mi maestro.
—Esto sólo es el veinticinco por ciento de la cantidad final. Espero y deseo que sea suficiente para que podamos contar con vos.
—Estamos a su servicio.
El anciano bebió de su taza de barro con satisfacción.
—Hay otra cosa —dijo— mi cliente no soportaría más fracasos, así que no iréis solos.
—No me gusta trabajar con desconocidos —contestó mi maestro—.
—Tranquilo, no son tan afamados como vos, pero estoy convencido de que darán la talla.
Mi maestro se levantó, recogió las capas y me tiró la mía.
—Eso espero, porque no pienso ponerme en peligro por la incompetencia de los demás.
Apenas pude conciliar el sueño esa noche, muy al contrario que mi maestro que durmió a pierna suelta. La reunión con el viejo comerciante me había puesto muy nervioso y, en consecuencia, las pesadillas se abalanzaron sobre mí en cuanto cerré los ojos. Oscuras criaturas me acecharon entre las sombras, observándome con sus ojos brillantes y repletos de maldad. Me desperté cuando todavía restaban algunas horas para que amaneciera y no pude volver a dormir por temor a no despertarme nunca más. No son las mejores condiciones para ir en busca de tesoros, pero las represalias de mi maestro habrían sido bastante peores que unas vulgares pesadillas.
Nuestros acompañantes, en efecto, no eran precisamente novatos en la exploración del mundo y me hicieron sentir poco menos que insignificante. El hombre que iba en cabeza, cargando un gigantesco mazo de guerra con ambas manos, se llamaba Theomer y era un druida venido de los bosques de las lejanas Tierras Salvajes de Sharval. Detrás de él, como una sombra, caminaba Abrahel, una hechicera extraordinariamente poderosa pese a su juventud. En realidad, yo nunca había oído hablar de ellos, pero mi maestro sí y su muestra de respeto me hizo creer que estábamos en buenas manos.
Las montañas que rodeaban Tristán eran suaves colinas que antaño debieron ser verdes, pero nuestro destino era la única de ellas que despuntaba como un colmillo retorcido y gris y que en los mapas aparecía con el nombre de Pico Rompehuesos. Al parecer, el chico conocido como Wirt, había encontrado una red de grutas y la había utilizado como escondite para todos los objetos con los que comerciaba en el pueblo. Fueron muchos los timados por este joven comerciante y sólo algunos tuvieron le suerte de conseguir objetos de valor que el propio Wirt no supo reconocer como tal.
El cielo se encendió con una luz azulada. La tormenta estaba tan cerca que se podía sentir en el ambiente. Theomer, el druida, nos instó a aumentar el paso y llegar antes de que empezase a llover.
—No tendremos mucho tiempo para hablar cuando lleguemos, así que mejor que te lo pregunte ahora —dijo Theomer—. ¿De verdad estuviste en el asedio a Harrogath?
—Sí —contestó mi maestro con seriedad—.
—Debió de ser una batalla memorable...
—Mucha gente inocente murió, ¿qué tiene eso de memorable?
El druida gruñó con desagrado y aumentó el paso. Abrahel, que iba junto a mi, me miró y me guiñó un ojo. Recuerdo que me sonrojé avergonzado, todavía no había catado los besos de ninguna doncella.
Llegamos a la entrada de la gruta poco antes de que empezara a lloviznar. La entrada estaba oculta en un recodo que formaba el pico y era tan grande como una casa. Nos detuvimos para organizarnos y prender las antorchas, pero la madera siempre estaba húmeda en aquella región.
—¡Perfecto! —se quejó Theomer enseñando los colmillos—. No podemos entrar a oscuras.
—De eso puedo encargarme yo —dijo Abrahel— ¡Vedesfor, desenvaina la espada!
Mi maestro la obedeció y la maga pronunció unas arcanas palabras que no conseguí entender y, de repente, la espada se encendió con una feroz llamarada que iluminó las paredes de la gruta, pero que, después de unos segundos, se apagaron dejando tan solo un fulgor en la hoja de metal. Tras aquella muestra de poder, Vedesfor hincó la rodilla en el suelo y armándose con el lustroso escudo inclinó la cabeza.
—¿Qué hace? —preguntó el druida.
—Se está concentrando para el combate —respondí—. Le reza a la luz para que nos acompañe y nos dé la fuerza suficiente para poder vencer a cualquier adversario.
—Ese escudo, ¿es un Zakarum auténtico?
—Sí, forjado en Kurast y bendecido por el gran maestre.
Si el charlatán de Theomer hubiera podido estar callado durante unos minutos, le habríamos oído venir, pero no fue así. De entre los arbustos, apareció un esqueleto enarbolando una espada y se abalanzó sobre mí con los huesos recubiertos de jirones de tela podrida. Abrahel fue más rápida que ninguno de nosotros, le golpeó con su cayado lanzándolo contra la pared y una vez allí sopló sobre la madera mágica de su bastón levantando una llamarada abrasadora que calcinó lo poco que quedaba del resucitado.
—Gracias —dije con un susurro de voz—.
—No hay de qué, estamos para ayudarnos —me contestó pasándome un brazo por encima de los hombros—. Mantente a mi lado y no te pasará nada.
Con mi maestro a la cabeza, portando la reluciente espada en alto, recorrimos los anchos pasadizos que habían sido apuntalados con maderos. Cada pocos metros un tosco candelabro sostenía una tea apagada que la maga se encargaba de encender con un sencillo chasquido de sus dedos. No tardamos en llegar a una estancia que conectaba con otro pasillo y en la que encontramos una mesa, un banco y una estantería de libros que llamó la atención de Abrahel.
—Nunca se sabe —dijo mientras ojeaba los libros polvorientos—. A veces se encuentran cosas útiles.
Theomer olfateó el aire y miró a Vedesfor que estaba a su lado.
—Tenemos compañía.
—Lo sé —añadió mi maestro—.
—¡Muertos vivientes, deben de ser una docena o más y se aproximan por ambas entradas!
—Yo me encargo de esa —aseguró el druida— . ¿Podrás con la otra?
—Igual hasta me da tiempo a echarte una mano —bromeó Vedesfor—.
—Quédate conmigo —me dijo Abrahel—. Deja que esos dos se encarguen de todo, quiero ver de qué son capaces.
Los rumores y quejidos de los muertos vivientes se acercaron con lentitud y en cuanto el primer grupo apareció por el pasillo que salvaguardaba mi maestro se demostró su verdadero poder. Su endiablada velocidad le permitía abatir a sus adversarios con mortal precisión. Apenas era capaz de seguir sus movimientos de lo rápido que se movía. Un rugido atronador hizo que creyera perecer en ese momento por alguna bestia escondida, pero enseguida me di cuenta de que no había peligro. El druida se había convertido en un oso gigantesco que desgarraba los cuerpos de los lentos enemigos. El espectáculo que nos ofrecieron fue tan clamoroso que cuando el combate  hubo acabado, Abrahel no pudo evitar aplaudir con elegancia.
—¡Increíble! De verdad, hacía mucho tiempo que no veía algo tan sorprendente.
—Sigamos —gruñó Theomer con una voz que sonó extraña y salvaje, pues seguía convertido en oso—.
Continuamos por los angostos pasillos de las cuevas. En ocasiones teníamos que dar la vuelta al encontrarnos un camino sin salida y en otras nos encontrábamos con un pasaje derruido. La guarida de Wirt era un largo laberinto de intrincados pasadizos naturales, lo que me hizo dudar de que pudiéramos encontrar el tesoro y puede que incluso la salida. En algunos tramos había orificios ocultos en la piedra en los que brillaban restos de algún tesoro escondido por el joven comerciante del pueblo, en otros tramos descansaban estanterías polvorientas, rotas y siempre vacías. Pasaron los minutos e incluso las horas y mi nerviosismo decreció con la misma velocidad en que lo hacía mi afecto por Abrahel. Su aroma turbaba mis sentidos y sus labios se habían adueñado de mis miradas más íntimas. Todo en ella me atraía, especialmente su voz que era una seductora melodía que ahondaba en mi corazón para susurrarme sueños imposibles. Era bella, muy bella, pero también bastante más mayor que yo y nunca se fijaría en mí como me gustaría, aunque eso no me importaba. En ese momento podría haber hecho por ella cualquier cosa, hasta la más ruin de todas las peticiones la habría ejecutado con mecánica prontitud, pues mi corazón se había hecho dueño de mi razón y mi corazón ya le pertenecía a ella.
No fue hasta pasadas unas horas que llegamos a los pasajes más profundos y encontramos lo que parecía unos restos humanos de aspecto desagradable y peor olor.
—Este debe ser uno de los exploradores que enviaron antes.
Nadie hizo ningún comentario, pues podían imaginarse que fue devorado por los muertos vivientes que allí habitaban.
—¿Qué es ese olor? (se quejó el druida que tenía un olfato mucho más sensible que el resto).
—Estoy seguro de que no viene de este cuerpo, debe ser algo más grande.
—¿También lo oléis?
Abrahel sacó un pañuelo de su escote y se tapó la nariz con suavidad en el mismo instante en que una espantosa criatura apareció de entre las sombras. Podría decirse de ella que había sido un hombre en su vida pasada, posiblemente el otro explorador, pero que en ese momento era una masa gigantesca de piel traslúcida bajo la que se movían cosas repugnantes. La obesa monstruosidad se acercó a nosotros con los ojos fuera de las órbitas y la mandíbula desencajada. Mi maestro la embistió con el escudo y la carne estalló por la violencia del impacto. Un centenar de sanguijuelas blancas se vieron liberadas de su huésped y empezaron a moverse por el suelo en busca de más víctimas. Vedesfor retrocedió horrorizado esgrimiendo la espada para abrirse paso, mientras las criaturas clavaban sus dientes perforando sus botas metálicas.
—¡Apartaos! —exclamó Abrahel—.
La maga separó las manos y entre ellas apareció una masa de fuego y piedra que fue ganando tamaño con cada palabra que surgía de sus labios. Mientras tanto, las viscosas sedientas de sangre se acercaban con ojos ciegos, pero con un sentido excepcional para encontrar comida y puede que otro huésped para poner sus huevos. La ígnea piedra se desprendió de sus manos y cayó sobre aquellas cosas que gimieron y se retorcieron cuando la explosión acabó con sus miserables vidas.
—¿Qué era eso? —pregunté—.
—No lo sé, chico —contestó mi maestro—. ¿Alguno de vosotros ha visto alguna vez algo igual?
Sus compañeros negaron con la cabeza y semblante preocupado.
—Debemos ir con cuidado, puede que nos encontremos con alguna sorpresa más.
Ya no hubo bromas ni palabra alguna. Hasta Theomer mantuvo la boca cerrada, atento a cualquier ruido que les pudiera dar ventaja ante cualquier peligro que pudiera aparecer. Sus rostros de preocupación eran una declaración de intenciones. Lo que había empezado con una misión rutinaria en la que el mayor peligro radicaba en unos lentos muertos vivientes, se había convertido en algo mucho más peligroso. No era necesario decir que algo desconocido les aguardaba, algo mucho más peligroso que unos cuerpos reanimados, y eso era precisamente lo que más les aterraba, pues las criaturas desconocidas siempre suelen incluir sorpresas mortales.
Poco después de reanudar la marcha me di cuenta de que Abrahel tocaba la pared y dibujaba un símbolo en ella.
—Tranquilo —me dijo al ver mi cara de preocupación—, es nuestra forma de encontrar la salida.
—¿Qué es? —pregunté, intrigado—.
—Es una runa; se llama Shael.
El anagrama relumbró durante un instante y después desapareció. La maga me miró y sonrió al ver mi cara de sorpresa.
—Cuando queramos salir se iluminarán si pronunciamos su nombre.
—¡Creo que hemos llegado! —exclamó Vedesfor—.
Efectivamente, al final del largo pasadizo, lo suficientemente ancho para que cupieran cuatro hombres, había una sala ligeramente iluminada por un pobre rayo de luz que provenía del exterior. Con los nervios a flor de piel, nos acercamos hasta la entrada y pudimos comprobar que antiguamente había estado cerrada por una verja que se encontraba a medio bajar formando un ángulo extraño.
—Alguien ha estado aquí antes —dijo Theomer, con su extraña voz—.
—Puede que hayan sido los exploradores —comenté—.
—Dudo que llegaran hasta aquí, esta verja está así desde hace mucho tiempo —aseguró mi maestro—. Parece que quisieron abrirla por la fuerza.
—No me da buena espina todo esto —se quejó el druida de nuevo—; podría ser una trampa.
—En ese caso, será mejor que te quedes aquí fuera —finalizó Vedesfor—.
El enorme oso que era Theomer fue el primero en pasar, tras él mi maestro y por último Abrahel. Fue extraño ver como se separaban de mí dejándome al otro lado de los barrotes oxidados. No sé si lo hicieron por protegerme o por evitar que fuera un estorbo si se trataba de una trampa. En cuanto la llama que brillaba en la espada de mi maestro iluminó la estancia, los tesoros que en ella había destellaron con vida propia. En el mismo centro de la sala de piedra había un gran montón de monedas de oro, piedras preciosas, piezas de armadura, algunas armas y un pedestal dorado. Sobre él estaba aquello para lo que nos habían contratado, la Piedra de Jordan. La estancia era grande y el techo se perdía en lo oscuridad, teniendo como única referencia el pequeño agujero por el que entraba un débil rayo de luz.
—No toquéis nada todavía —advirtió mi maestro—.
—Hay alguien más —susurró Theomer torciendo el hocico—, puedo olerle.
La verja se cerró bruscamente con un ruido ensordecedor. Abrahel corrió hacia mí y juntos intentamos levantarla de nuevo, pero fue inútil. Una añeja risa se propagó por toda la sala y una cegadora luz iluminó la parte más alta de la sala que se había convertido en trampa. Cuando las llamas se apaciguaron, cinco hombres envueltos en túnicas y un anciano con la espalda encorvada que se apoyaba en un bastón aparecieron en la balconada disimulada en la piedra y que rodeaba toda la estancia.
—¡Tú! —exclamó mi maestro al reconocer al viejo que le había contratado—.
—¡Así es! —contestó el anciano mientras se sentaba en un trono esculpido en la piedra—. En estos momentos os debéis estar preguntando por qué. ¿Me equivoco? No, claro que no.
Era libre, pero no sentía que lo fuera. Mi maestro y nuestros compañeros, Abrahel y Theomer, estaban encerrados tras las rejas, pero yo, siguiendo sus consejos me había quedado al otro lado. Impotente e inútil, me escondí entre las sombras con la vana esperanza de que no me vieran, aunque bien sabían nuestros enemigos que éramos cuatro. Rápidamente los tres héroes formaron un triángulo sin mediar palabra, dejando el pedestal con el ansiado anillo y los múltiples tesoros en el centro. Sobre ellos, a unos metros de altura, el viejo comerciante que les había contratado reía con voz ronca, clavando su pérfida mirada sobre los guerreros. A su lado, cinco hombres cubiertos por unas oscuras túnicas, aguardaban como estatuas demoníacas.
—¿Qué te traes entre manos sucia basura? —exclamó mi maestro—.
—Los tiempos cambian —alegó el anciano, con la voz oxidada por los años—; se acerca el Apocalipsis y todo aquél que no haya elegido el bando correcto, perecerá.
—Eso es imposible, los señores infernales fueron derrotados —le contradijo Theomer—.
—Creed lo que os plazca, no me importa en absoluto porque he visto lo que se avecina y he hecho mi elección.
—¿Qué piensas hacer con nosotros? —preguntó Abrahel con orgullo desafiante—.
—El nuevo heraldo necesitará un ejército y yo pienso proporcionárselo para ganarme su confianza (el viejo se inclinó en su trono toscamente tallado y les señaló con un dedo ensortijado). La sangre y carne de las vírgenes es mejor para lo que intento conseguir, pero a su vez es demasiado valiosa como para desperdiciarla en simples experimentos.
—¿A qué experimentos te refieres?
—Paciencia, paladín. Me gustará ver si la Luz será capaz de protegerte de los nuevos ritos.
A un gesto de su mano, los cinco hombres envueltos en túnicas se dispersaron por la balconada mostrando sus rostros grises e impasibles. Oculto en las sombras al otro lado de la verja, observé como mis tres compañeros empujaban los tesoros para hacerse un sitio en el centro. Reconozco que en aquel momento debería haber huido, pero algo me atenazaba. No sé si era la curiosidad o el miedo, pero no podía moverme de donde estaba a la espera de ver que sucedía. No tuve que esperar mucho. Los monjes iniciaron un cántico perverso y un aura extraña se elevo del suelo que pisaban mis amigos. Abrahel intentó lanzar un hechizo, pero la magia no brotaba de ella. La Luz que brillaba en el alma de mi maestro pareció apagarse y su rostro palideció. En un último y desesperado intento, Theomer saltó sobre la pared de piedra e intentó escalar convertido en oso, pero era demasiada altura y las notas que entonaban los monjes le estaban debilitando.
Aterrorizado, pude ver como el pelo que cubría el cuerpo del druida se desprendía y su piel empezaba a hervir. Fue entonces cuando, al fijarme en Abrahel, la vi retorcerse de dolor. La piel se le estaba desprendiendo de la carne y los ojos estaban a punto de saltar de sus órbitas. Mi maestro no estaba corriendo mejor suerte, pero reunió las fuerzas suficientes para acercase hasta la verja y deslizar su espada por entre los barrotes mientras sus músculos se le desprendían para formar parte de aquello que empezaba a nacer en el centro de la estancia
—¡Corre!
Aquellas fueron las últimas palabras de mi maestro, Vedesfor "El Muro", uno de los supervivientes del asedio de Harrogath, uno de los grandes héroes de Santuario. No recuerdo el momento en que cogí su espada y salí corriendo, pero nunca podré olvidar la explosión que hubo a continuación y que, de haber estado más cerca, me habría matado. Corrí por aquel pasillo sin darme la vuelta a pesar del espantoso grito que surgió de la criatura que se había formado con la carne del sacrificio realizado.
Nunca sabes cuál es tu límite hasta que realmente lo superas y aquel día lo hice. Pasaba por los largos corredores con la espada todavía llameante en las manos y gritando el nombre de la runa que me indicaría el camino de vuelta. Los pasos de aquella cosa me seguían de cerca y podía oír como algo metálico arrancaba pedazos de pared. Pasé junto a los restos de los exploradores como una exhalación con un único objetivo: Salir vivo de la trampa que nos habían tendido. No había tiempo para pensar, sólo para correr. Pasaron unos minutos y los ruidos que provocaba mi perseguidor se perdieron en la profundidad de la gruta, pero no me detuve en mi avance.
Cuando llegue a la salida vi que llovía con fuerza y la luz era escasa pese a ser pleno día. Emergí como si lo hiciera del lecho de un río, tomando una salvadora bocanada de aire, pero cuando había recorrido una veintena de metros y ya me sentía a salvo, me detuve con brusquedad resbalando sobre el barro que se formaba en la tierra.
Delante de mí encontré a un hombre con la piel de ébano y el rostro escondido tras una horripilante máscara. Sus manos temblaban y el sonido de los múltiples abalorios que llevaba se asemeja al de un carro desvencijado recorriendo un camino de piedras. Aquel ser me cogió del brazo y me empujó a un lado cuando en la entrada de la cueva rugió la criatura que me estaba persiguiendo. Me había dado caza por fin, no tenía escapatoria. El monstruo debía medir cerca de tres metros, estaba inmensamente gordo e iba desnudo y sus únicas prendas eran dos piezas metálicas que le cubrían la flácida papada. Con facilidad, enarboló dos mazas del tamaño de un hombre y desafió al extraño de la máscara que se limitó a pronunciar unas palabras que sonaron como un montón de piedras al chocar.
El suelo bajo los pies de la colosal criatura se removió y de entre las raíces surgieron manos, brazos y cabezas que le sujetaron para después morderle, arañarle y hundir unos dedos como garras en su blanda carne, pero el monstruo parecía no sentir el dolor y con el movimiento de una de sus armas limpió el lugar de cualquier aparecido indeseado. Enfurecido, proyectó el otra arma contra la montaña e hizo que las rocas salieran despedidas hacia nosotros. Por segunda vez, creí morir, pero para mi sorpresa, las rocas se detuvieron en el aire y junto al enigmático hombre de la máscara tribal apareció una mujer de ropajes anchos y ojos rasgados y brillantes. A nuestro alrededor había surgido un aura protectora y la maga parecía ser el origen. Era como si el tiempo se hubiera detenido, pues las rocas se movían con tal lentitud que pude alejarme de ellas y salvar el pellejo. Fue una irresponsabilidad apartarme, ya que mi enemigo me alcanzó con increíble velocidad plantándose frente a mí con los brazos en cruz empuñando ambas mazas. Lentamente empezó a describir un arco y yo me encontraba en el punto de colisión. Poco importaba lo que hiciera, podría haber intentado esquivarlas, podría haber corrido, pero aquella cosa infrahumana me habría atrapado tarde o temprano, así que me despedí de mi vida y con muy poca valentía cerré los párpados con fuerza.
El golpe definitivo nunca llegó. Al abrir los ojos me encontré entre la diabólica criatura y un hombre que sujetaba las mazas con las manos desnudas. Lo que estaba viendo no podía ser cierto, nadie podía detener un ataque como ese con pura fuerza bruta. Observé a mi salvador. Vestía una sencilla tela naranja que dejaba al descubierto la mitad de su torso, iba con la cabeza completamente rasurada y un collar de cuentas de madera colgando del cuello.
—Corre —me dijo con el esfuerzo desfigurándole el rostro—.
Me aparté de ellos e hice lo que me ordenaron como siempre había hecho. Obedecí a mi padre y a mi madre cuando yo no quería abandonarles y me dejaron al cargo de mi maestro al que también obedecí hasta el día de su muerte, de la misma forma que obedecí a aquel extraño para salvar de nuevo mi vida. No sabía hacer otra cosa que aceptar las decisiones que otros tomaban por mí. Creo que estaba llorando cuando me detuve en seco, estaba cansado, muy cansado. No de huir de aquel monstruo, sino de huir de mí. Cansado de negarme a mí mismo todo el derecho a decidir qué hacer con mi vida. Observé la espada, acaricié las runas grabadas en ella y la paz se adueñó de mí. Sentí por fin como mi ser se llenaba, por primera vez en mi vida, de determinación. Una determinación que no me abandonaría jamás.
Me volví con la espada en alto gritando de puro odio, sin ver lo que tenía delante, sólo las imágenes que mi mente me quería transmitir. Mis padres, la chimenea con mi abuelo, el otoño dorado en Bramwell, mi buen maestro.
El primer tajo amputó uno de los brazos del demonio, el segundo le abrió la barriga en canal desparramando todas sus tripas sobre el suelo y cuando se inclinó de dolor le atravesé la cabeza sintiendo una inmensa satisfacción al cercenarle su asquerosa vida. Jadeante, me quedé mirando sus restos sanguinolentos, empuñando la Venganza de Vedesfor, pues así fue como llamé a mi espada desde aquel trágico día en el que mi gran maestro, héroe de Santuario, murió sin poder presentar batalla. El mismo día en que el niño Thar de Bramwell murió para convertirse en Thar "El azote".
Desde entonces han pasado cinco años y lo que dijo aquel viejo se ha cumplido. Un nuevo heraldo ha aparecido y Santuario no está a salvo, el mal ha estado esperando su momento y el momento ha llegado. De nada sirven las viejas glorias, es necesario que surjan nuevos héroes que empuñen sus armas para defender a los inocentes de la oscuridad que se cierne sobre nosotros. Ha llegado el momento de ser valientes y de quitarnos la venda de los ojos para ver la verdad que se esconde tras las mentiras. Ha llegado el momento de luchar.






 


Joan Anfruns (Terrassa), es un escritor en ciernes ganador, entre otros, del II Certamen de relatos Cándalo, con su relato Ako (Abrucena, 2009). Iniciado en el submundo literario del universo Warhammer, ha escrito relatos y varios libros, en una línea de aventuras muy extendida, quizá vestigio actual de aquella narrativa de fantasía heroica iniciada en los años 20, y ampliamente desarrollada en los 70 y 80 (e incluso llevada a la gran pantalla, y cómo no, a la industria del cómic), con autores como L. Sprague de Camp o Moorcock, entre otros. Numerosos episodios de sus libros y relatos pueden consultarse en diferentes revistas online dedicadas al género.

Para saber más: www.wix.com/janfruns/web

 
 
 
 

 
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