¿Qué lecturas os seducen más?

miércoles, 7 de octubre de 2009

ARACELI OTAMENDI: La otra literatura

Hay artistas que se exceden en la popularidad y que no son más que copias vulgares de elementos de ayer. Hay escritores que no reflejan novedad, ni tan solo la realidad de nuestros días, ello en función de un rifi-rafe de competencias y estrategias editoriales que marcan el rumbo a seguir, siguiendo, eso sí, sin inventar nada. Pero existen otros autores que difieren de esas ideas. Autores como nuestra colaboradora, Araceli Otamendi, escritora incansable y autora impertérrita, que prefiere escribir con una base, con un destino, sin normas y sin asemejarse al reflejo de nadie. Esta autora sólo escribe lo que le dicta la conciencia, y de forma brillante, no sólo promociona la literatura (hace pocos días intervino en el Encuentro Literario Víctor Verón Lezcano, en Puerto Iguazú, Argentina donde presentó un CD con los trabajos realizados en su revista, citando a autores colaborantes con LITERATURA DEL MAÑANA, como el escritor Ángel Brichs ), sino que crea escuela haciendo todo lo que hace y en la proporción que le pertenece, con su Revista Archivos del Sur, donde cada mes nos muestra el amor que esta argentina siente por la literatura. A continuación, y por segunda vez, le publicamos dos relatos, los cuales tuvo el gusto de enviarnos hace unos días, mientras estaba de viaje:
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Mi odiado Magritte


...Un niño me preguntó: Qué es la hierba?, trayéndola a manos llenas,
¿Cómo podría contestarle? Yo tampoco lo sé...

Walt Whitman



Tal vez haya muchas maneras de contarlo. No es tan difícil entrar en el mundo de un artista. Porque se puede construir un universo tal vez un poco o mucho, depende de la forma, hay tantas explicaciones innecesarias y aburridas. Si recordara los versos de Walt Whitman: Caramba, ¿a quién sorprenden los milagros? Por mi parte no conozco otra cosa que milagros / ya camine por las calles de Manhattan o alce la vista por sobre los tejados del cielo o nade descalzo por la playa sobre el borde del agua o me yerga bajo ramas en los bosques o converse en el día con cualquiera que ame, o me acueste en la noche con cualquiera que ame..."

Porque para Charles ... Tendré que hablar por él. Tal vez alguien pueda contestarme aquello del alma perdida en las cosas. Porque no sé si soy un árbol o un pájaro posado en una rama y mira el suceder del tiempo en el interior de una casa. No lo sabré hasta terminar el relato.

O tal vez sea un pedazo de tela que tocó Charles. Se lo cuento al oído al que se ha sentado bajo mi sombra a beber un refresco con su enamorada, así lo parece, porque se miran con dulzura y pasión al mismo tiempo y ella lo acaricia y a él le brillan los ojos y le tiemblan los labios. Me mira como si escuchara y se recuesta en el hombro de ella agradeciendo la sombra, pasándose una mano por el cuello y la cara. Y Charles también estaba sentado muy cerca aquella tarde de octubre en París,porque me había olvidado de decirlo: estábamos en París, ciudad deseada como un objeto de lujo. Y no sé si decirle que era yo, Charles , o quién ...

Pero cómo le digo para que me entienda, que no se duerma y me entienda. Un pájaro me hace cosquillas en una rama. Tengo que decírselo, que lo sepa, me mira otra vez y una hoja, qué dolor, se le cae en la cara, escuchame... Lucien. O cómo te llames, quién sabe, a lo mejor no le interesa esta historia y se muera de amor por Susanne. La historia de Charles no es ni corta ni larga. Según por dónde empiece. Si partimos de Buenos Aires, de París o de algún otro lugar. Charles, un pintor a veces afortunado en el amor y desafortunado en la pintura o en el juego, ¿cómo era?Esto no es una juego. No, es una historia. Tal vez sería más fácil si yo fuera un pintor, ay! otra hoja cayó sobre la cabeza de Susanne que bebe su refresco y se pasa la lengua por los labios para tomar el último vestigio de él. Recordemos que puedo ser también un pájaro o un pedazo de tela o un hombre que anda por ahí escribiendo ficciones, entonces así es más fácil. Y como no lo sabré hasta que termine el relato porque puedo cambiar de estado, tal vez pueda ser un pintor. Porque Charles se aleja. A las tres de la tarde de París de octubre , o al revés? Charles caminaba apurado sintiendo en sus plantas los arañazos de la calle adoquinada. El gris del cielo había cedido a los rojizos tonos del sol que jugaba a esconderse entre las ramas. Han camino conmigo tanto tiempo, pensaba. Testigos de tanto ir y venir por todas partes. Desde la tarde aquella que decidí salir de Buenos Aires del degradé hacia el negro, creyéndolo tan fácil. Cuando se es joven se tiene omnipotencia y se creen tantas cosas... El Centro Pompidou aparecía lejano tan sólo a unos metros de distancia. Cruzó la plazoleta, era una plazoleta? donde algunos se ganaban la vida escupiendo fuego después de tragar el líquido ardiente de una botella verde que alguna vez había aliviado las penas de algún infeliz que vivía ahora una vida miserable. Zapatos con agujeros testigos no eso ya lo dije antes. Ese que toca la flauta un carozo roto de durazno seco y seca su garganta y ella, sí, es muy bonita, esos ojos negros invitando a un convite al amor brutal, a la animalidad. La llama en el aire explota y se apaga. Sólo queda el fuego en su garganta y una risa cascada que se hunde en el viento. Ha comenzado a soplar y Charles se aparta un mechón de pelo absurdo que no hace juego con su cara de ser frágil, de sus ojos azules y su piel blanca y por qué ese pelo tan oscuro no sé. Miró el reloj. Faltaba poco tiempo para el cierre de la muestra. La estructura transparente de laberintos que trepan se detuvo en sus ojos siempre dispuestos a mirar con encuadre. Se introdujo en una especie de hormiguero humano, tanta gente, me dan ganas de escapar, de irme no quiero ir, pensaba. Nunca me gustó estar en el medio de una multitud, me siento un objeto, no sé, pierdo la noción de mi mismo. Lucien, te aburro. Se besan pero ella tiene frío y lo abraza y él también. La escalera mecánica y un zumbido y una que me mira con ojos de almendras dulces y destila una luz amarilla. Ni sé a qué piso voy. Amarillo no, violeta es lo que siento hoy. Nada de luz. Porque estoy oscuro y vacío. Yo no, Charles. Porque desde que salí de Buenos Aires no me detuve nunca. Nunca a pensar por qué he pintado tanto y por qué crear si ya se ha creado todo. No es cierto. La savia corriendo por ahí, golpeando en mi corazón sin que Lucien escuche y Susanne, Susanne, vos tampoco escuchás las palabras que salen de mi. Lo mirás a él pero cómo es posible que alguien esté tan enamorado porque los árboles, claro no con otro árbol, sí con un pájaro o una gota de lluvia o un hombre o una mujer. Si supieras lo loco que estoy no me mirarías así, no, te irías a cualquier parte, Lucien. La muchacha lo miraba inquieta, así como miramos involuntariamente la gota de rocío en el pétalo de una flor. Se pasó la mano por el pelo revuelto y subió el cuello del saco gris, desprolijo como él. Pulcro no era. Sus manos de dedos como espátulas de madera y acero puro se crisparon y endurecieron mientras buscaba algo en el bolsillo. Esta noche me voy, me alejo de París, del cuarto del barrio latino. Algunas cucarachas corretean un poco de noche. No me molestan. Un hombre vestido con impermeable de gabardina gris lo miraba con la cara torcida, como si sintiera un mal olor. Es que no es tan fácil bañarse en esa casa. Hay que pedir permiso a madame Francois, una vieja maldita y avara que te cobra por usar un poco de agua. Pensar que la vieja nos hacía bañar todos los días a René y a mí. Lávense la cabeza y las orejas también. Será posible que vengan así del colegio y cuánto trabajo y haber tenido dos hijos para esto... Las paredes tenían un tono marrón. Tierra, me gusta más llamarlo así. Ocres y tierras, la calidez que emana de ellos y el pasar la espátula por la tela impregnándola de materia, dejando la huella como un pedazo de alma, el pedazo desgarrado que andará por ahí muerto de frío, intentando aferrarse a una gota de sol para calentar la cara de un niño o un ángel, o al sonido de una palabra de amor como la que le dice Susanne a Lucien, no te vayas, dejame contarte, voy a tener que volar, arrancarme de la tierra a la que estoy aferrado y ser más liviano. Se miran, advierto en ellos algo que antes no existía. La ha convencido, naturalmente convencida mucho antes. Había empezado con los ojos de ella, con ese pestañear a veinticinco mil kilómetros por minuto y ese mover los dedos entre el pelo que sabe hacer tan bien y Lucien la mira y cómo la convenzo, cómo le digo, y Susanne que no, que no quiero, que vos no entendés, que no puedo aceptar, y bueno, a lo mejor, y sí, está bien... y les di sombra, qué otra cosa podía hacer sino eso, cómo participar en su historia de amor, yo elegí ésa. Porque nos acostumbramos a ver imágenes de manera distinta si las miramos como si fuéramos a pintar un cuadro. No es lo mismo pintar un mar y sólo un mar que un pedazo de mar en una roca o dentro de una casa.

¿Me oís Lucien? o un barco en una flor navegando en el néctar o el barco se aleja según si el horizonte esté más lejos o más cerca, pero ¿de dónde?

Y sí, habia muchos cuadros. Una escenografía montada alrededor de cada grupo de cuadros con objetos, libros y un considerable número de detalles pertenecientes a la época más relevante de cada pintor. Como una atracción magnética, como un saciar el hambre que tenía adentro me acerqué a un cuadro de Magritte. Una cuerda de cuentas transparentes, casi invisibles salió del interior del cuadro como tendiendo un salvavidas a un náufrago. La tomé en mis manos y ella me transportó mágicamente al interior de una casa que había visto pintada en el lienzo, justamente la casa del medio. Supuse que sería la casa de Magritte. Mi odiado René Magritte. Cómo había detestado sus pinturas hacía ya algunos años. Una sensación de extrañeza se apoderó de mi y no hubo otra realidad que esa casa tan iluminada por dentro aunque sí se veía un cielo claro y despejado. Lucien no te vayas así, qué poco respeto, qué poca consideración y ahora que se estaba poniendo más interesante la abrazás y te vas. Así como si nada, abrazados los dos. Y ahora es de noche, el sol se fue y yo también me tengo que ir con ellos adonde sea. Porque estas cosas no se pueden dejar así nomás y ahora qué me pasa que vuelo tan alto. Sentí dolor al desenraizarme de la tierra. Dolor y espanto y un poco de vértigo también. Pero qué felicidad poder volar así. Rápido un nido que hace frío. No ven que los pájaros se han refugiado ya en los nidos y en los árboles. Y ahora qué hago? Ahí están. Los pasos apresurados. Susanne se da vuelta y me mira y le acaricia la mejilla a Lucien y él la besa mientras caminan. Quisiera que fueran cerca, que no tomen el metro ni un taxi. Alguien me escucha porque siguen caminando. De pronto, una cornisa, un pequeño descanso. Abajo hay pan. Alguien lo ha tirado junto a un sillón viejo y desvencijado, claro que hoy es domingo. Qué manjar! Han entrado en un edificio muy antiguo. Como la casa donde vive Charles. Pensar que yo a Magritte lo odiaba y el maestro Renard no dejaba de hablarme de él, mostrándome su pintura. Hasta estar harto de verlo y de odiarlo. ¿Cómo entender que la explosión de color era para mi más valiosa que la perfección de la forma? Que un cielo con naranjas y violetas me dice más que un cielo azul. Porque a Magritte lo he amado siempre a pesar del principio de mi odio, como amo a Van Gogh, a Picasso y a Cezzane. Qué adorables manzanas las de Cezanne, casi iguales a las de la mesa donde comen Susanne y Lucien. Uvas, qué ricas y jugosas son. Déjenme entrar, esta rama se hamaca demasiado con el viento. Lucien come manzanas y se ríen, se besan. La luz se apaga. Pero no puede ser, está sentado en la cocina pintando. Si es Magritte. Tengo frío y ha comenzado a llover. Susanne y Lucien hacen el amor a oscuras. La llovizna moja mis plumas y cuánto frío no voy a pasar aquí la noche, me acuerdo del nido en que nací, el calor de mi madre y mis hermanos, la comida en el pico... Me faltaba el aliento y si me ve, si me descubre, sabe que el amor y el odio están tan cerca uno del otro como amantes. Porque el odio ya no era odio. La habitación era cocina y taller a la vez. Me acerqué a él con la seguridad de ser invisible pero no, me miraba y yo sin poder articular una sola palabra. Cuando un trazo no lo conformaba pasaba un trapo y luego una nueva pincelada. Así nuevas imágenes reemplazan a las de antes hasta que con una sonrisa y un particular brillo en los ojos se daba cuenta de que cobraban vida. Y en una imagen estaban Susanne y Lucien, dos igual a uno si se suman y luego aparecían piernas y brazos independientes del cuerpo, pero me di cuenta que eran los de Lucien y Susanne y ya qué iba a hacer ahí afuera si el frío acechaba tanto y no había ningún nido donde cobijarse. Y el corazón palpitaba más de la cuenta. Y ahora ¿quién soy? Porque no siento frío debajo de las plumas que yacen muertas al pie de un árbol. Porque he muerto de frío por mirar el amor desde afuera. Si hubiera sentido un poco del amor de ellos, habría sido distinto. Porque nadie muere del todo si ha podido cobijarse en el amor. Y ahora la máquina escribe pero si está escribiendo sola yo no hago nada, sólo leo.

Susanne y Lucien se han dormido. Charles está ahí con Magritte. El mar se mueve en la tela y salpica y sobre él vuelan los pájaros en busca de comida y el mar desaparece y revolotean pájaros en busca de comida y el mar desaparece y vuelven a revolotear pájaros con cielos interiores, las únicas que yo había amado desde siempre, ¿comprende Monsieur Magritte? No, no me mire así, que no soy un fracasado por no haber pintado durante diez años, casi muerto, mutilada el alma. Que el color se apagó y la forma se perdió y todo lo que hice estuvo mal. Porque un artista también tiene que comer y se enferma y llora y ríe y a veces hay fieras que destruyen como si vinieran del infierno, que cubren de negro los amarillos más audaces. No me mire así, dígame algo.

Yo también tuve un amor y fue amado pero ahora estoy atado a la tierra y por eso como, por eso lloro, por eso me enfermo, y me duele si me golpean, me entiende? Fueron diez años sin pintar. No le diré cómo fueron esos diez años. Pero imagine el infierno, imagine, usted también lo sabe, del amor, de la vida y de la muerte. Un pincel, óleo y nada, los dedos acalambrados como el alma. Y dónde está el artista. ¿Comprende ahora?

Y no hay plata, no se vende nada. Si usted me dejara dar unas pinceladas a la paloma, sí, por favor, lo he conmovido, no es cierto? Al cielo no, no se lo toco. Ya está. Pero no me mire así. Magritte retocaba una tela a la que parecía mirar con especial atención. Un ataúd blanco con la palabra ciel en la tapa. Como detesté siempre ese cuadro. El cielo y el infierno, Creí ver una sonrisa de burla en su cara. Lo odiaba nuevamente, quise decírselo, que detestaba sus contradicicones, sus ilógicas pinturas pero tuve miedo, No me despedí, salí apresuradamente del cuadro y caí sobre una alfombra. Supe que lo encontraría en cada cuadro, en cada gota de lluvia, en una flor o en una palabra que hiciera galopar mis sentidos. Y si ese cuadro hubiera sido el infierno? Qué despertar más violento, habían pasado siglos desde que llegué al Centro Pompidou. Charles se tocó la frente. Las yemas de los dedos pintadas de blanco, el blanco de la paloma de Magritte. Buscó en el bolsillo nuevamente. Un pasaje de avión a Buenos Aires. Esa noche salía el avión. Susanne y Lucien han despertado. Ya no me necesitan. Charles ha vivido siglos en un día. Sabe que puede volver a pintar, que pronto sale el avión. Ya falta poco pero aquí puedo pisar las flores del campo de Van Gogh, morder las manzanas de Cezanne y acariciar el flaco rostro de la mujer de Modigliani. La máquina se ha detenido. Ya no escribo más.


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Cartas al mediodía
(a la manera de Cortázar)



¿Cómo empezar? ¿Por el principio, el final o por el medio? ¿Por el cuadro de Héctor Borla o por R. R? ¿Por Walter o por Anabel? ¿Por la gorda de Fellini o por quién diablos? El papel está puesto en la máquina. Sí, es hora, ya es hora de empezar a teclear, uno, dos, tres espacios. Así está mejor. Querido Walter. No me gusta. Pasan las horas y te extraño. Mucho peor. Pero debo seguir. Ella vendrá al mediodía. Desde que te fuiste, te juro, no he conocido a otro hombre. Pero si me dan ganas de llorar. A mí. ¿A quién va a ser? Aquella tarde en que nos conocimos pude sentir que había algo diferente en vos. ¿Quién lo diría de un triste marinero que recaló en Buenos Aires? Y ahí viene uno de los R. R. tan pulcro como siempre, bien vestido, con su perfume a colonia de violetas. Y debo continuar, como conclusión creemos necesario implementar el sistema en el menor tiempo posible. Así que elevamos a usted el presente informe. Me detengo. Elevamos, elevamos, como si las palabras pudieran elevarse. Pero así les gusta, me enseñaron eso. Buenos días R. Buenos días. Tantas estupideces pueden decirse en un informe, hay que justificar las funciones, tantas cosas que no tienen justificación. Y es por eso señor director que creemos imprescindible implementar dicho sistema en el menor tiempo posible para reducir tareas manuales y por consiguiente reducir los costos en un cincuenta por ciento de su valor actual. Otra mentira más, lo pone tan contento al R., después firma y se va. Ya se fue. Sigo con Anabel o con Walter. Sos el único hombre que he amado en mi vida. De verdad ¿quién lo creería? Las once y media, arranco la hoja de la máquina y me voy. El informe sobre el escritorio. Salgo a la calle, al puro asfalto y cemento de la City, la comida del comedor no me gusta, parece goma, guiso, no sé qué es. Cruzo el túnel de la Galería Guemes, entro en la librería Florida, compro "Actos de amor", de Elia Kazan, el director de cine. Tengo media hora para comer y camino rápido. El restaurant se llama El ciclista, todos los ejecutivos comen ahí, confiere estatus, hay que cuidarlo. En la calle no hay un solo árbol, todo es gris. El amarillo, único color de la calle, es el de la Iglesia de la Merced. La mesa de siempre y la comida de siempre. Dentro de un rato llegará Anabel. Abro el libro de Elia Kazán. Supuse que era el libro de cine para filmar, actos de amor. Es la historia de una mujer que se casa con un griego pero el suegro es un perverso que la persigue hasta que se acuestan. En mi bolsillo tengo la carta sin terminar, la de Anabel. Entran los R. R. Me concentro en la carta. Aquella tarde en que nos conocimos, decidí cambiar de vida ¿Por qué no? Si no doy más. ¿Los gatos no tienen siete vidas? ¿Por qué no darse una oportunidad? Llegué a pensar que las horas se alargan cuando vos no estás. Eso lo piensa cualquiera, menos R. R. Se sumergen en la conversación, pero no tanto, un cóctel de tasas flotantes, plazo fijo ajustable con cláusula dólar, no sé qué otras yerbas más, tratan de enterarse a dos mesas de distancia, quieren saber qué leo. Sospechosa. Cualquiera que intenta salirse de los sistemas y de los números es sospechosa. Como aquél día cuando uno de los R. jugando con un dupont de oro me dijo: ¿Y por qué te gustan tanto las novelas? ¿Y a vos no?, le dije, y se quedó pensando, entrecerró los ojos de pescado, fijó la mirada en la aburrida pared de enfrente y contestó: Sí, sí, claro. Después que el mozo apareció con el café ya era casi la hora y Anabel no había llegado. Por favor contame, describime qué hacés en el puerto de Hamburgo.

El marinerito le había dicho que había trabajo para ella en Saint Pauli. Y por la puerta de la esquina apareció Anabel, lucía un tapado de piel hasta el suelo, las piernas descubiertas, apenas vestida con una minifalda, la cara muy pintada, casi una mascarita de carnaval, arañas de rimel en los ojos oscuros, bermellón en los labios. Se sentó frente a mí. Los dos R. miraban. Dentro de un rato vendría la pregunta: ¿Quién era esa vivorita que estaba en tu mesa? En lugar de decirle qué te importa, le diría: Una conocida y cambiaría de tema. Anabel pidió una botella de agua tónica con hielo y me dijo con aire inocente: ¿Ya está? No era un biscochuelo, una torta que se pone en el horno a cocinar, había que seguir escribiendo. Le entregué el borrador, mientras tomaba el segundo café y ella leía. Pensé cómo diablos esta mujer había hecho para que yo contestara su carta. Había sido un día de esos en que todas las mesas se ocupaban y yo, concentrada en un libro me había sobresaltado ante la pregunta ¿puedo sentarme? Y sí, claro, sientesé, le dije. Y ahí empezó la historia, el marinero, la carta, me imaginé al marinero jadeando a su lado, emborrachándose con cerveza en el puerto, una carta mentirosa después y por último el olvido. Ella seguía creyendo y él le ofrecía trabajo de prostituta lujosa en el puerto de Hamburgo. Recordé a Sor Juana Inés de la Cruz, por aquello de "hombres necios". Como aquél taxista que me llevó a casa el otro día , hablábamos del frío, la lluvia, el viento y comentamos el partido de la noche anterior, hasta que pasamos por un hotel alojamiento. Parada en la puerta había una gorda inmensa como aquél personaje de Amarcord. La cara de muñeca Betty Boop ajada por los años, rulos rubios, pintarrajeada como una puerta, las piernas eran dos cilindros, apenas cubiertas. Casi diría que parecía el doble del personaje de Fellini en Amarcord. La gorda esperaba bajo la lluvia algún cliente y enseguida el chofer del taxi me dice: Mire, esa gorda, ¿ve?, ¿a quién va a enganchar?, ¿quién se va a acostar con ella? A mí me daría asco. Y debe cobrar bien, e hizo el cálculo de cuánto ganaría. ¿Y las enfermedades? El hombre hablaba y hablaba. Lo vi por el espejo, los ojos le brillaban como un animal escondido en la madriguera. Habíamos llegado a casa. Me bajé y antes de entrar a casa vi cómo giraba el auto y enfilaba para el hotel donde habíamos visto recién a la gorda. Y Anabel se reía, me dijo que le gustaba la contestación y que muy pocas veces había estado enamorada como lo estaba de Walter. Ya casi era la hora de volver. Los dos R. Se retiraron al unísono. Chau, hasta luego. En minutos volveríamos a vernos las caras, yo, una empleada, ellos, los gerentes. Me despedí de Anabel, en mi bolsillo llevo la carta sin terminar. Faltan cinco minutos para volver a la oficina. Cruzo la calle, entro en "La casa de Antonio Berni". La rutina dentro de la rutina se llama subrutina. Entonces esta era la subrutina del mediodía dentro del sistema de mi vida. Miro los cuadros de Héctor Borla tan realistas. Había que volver a terminar el informe. Y por consiguiente señor director, estoy harta de escribir tantos correctos informes. Harta del gris y harta del teléfono. Por consiguiente señor director prefiero sentir el perfume del óleo, navegar en el barco del cuadro vecino al de Borla, escuchar el rugido del tigre que está detrás. Todo es tan simple señor director, tan simple y tan complicado al mismo tiempo. Las tasas líbor subieron medio punto, la algarabía de algunos debe haber aumentado también y yo estoy aquí señor director, tratando de contestar la carta de Anabel.

Cuento publicado en la Primera antología en coreano de Autores Hispanoamericanos "Sube a la alcoba por la ventana".



La Editorial Munhakdongne publicó este mes en la ciudad de Seúl (Corea del Sur) la primera antología en coreano de cuentos de escritores hispanoamericanos.

La antología titulada "Sube a mi alcoba por la ventana" es un trabajo de Claudia Rodríguez Macías (compilación) y Woo Suk-Kyun (traducción ), profesores de la Universidad Nacional de Seúl.

Los autores de la antología son:


Mayra Santos Febres
Edmundo Paz Soldán
Fernando Iwasaki
Silvana Paternostro
Ángel Santiesteban Prats
Silvia Aguilar Zéleny
Ricardo Chávez
Ignacio Padilla
Cristina Rivera Garza
Héctor de Mauleón
Araceli Otamendi
Pilar Adón
Alejandra Costamagna
Ángel Palou
Juan Manual de Prada



El cuento de Araceli Otamendi, escritora y directora de la Revista Archivos del Sur es "Cartas al mediodía". El cuento fue publicado en varias revistas, también se publicó en el Homenaje a Julio Cortázar- a veinte años de la muerte del escritor - en la revista Archivos del Sur y fue teatralizado y representado en el Centro Cultural Las mil y un artes, en la ciudad de Buenos Aires el 21 de Septiembre de 2006 -Día de la Primavera - por única vez.



Copyright:

de los relatos y reseñas:
© Araceli Otamendi
de la introducción al artículo:
©LITERATURA DEL MAÑANA

1 comentario:

Araceli Otamendi dijo...

Muchas gracias por publicar mis cuentos y por la nota.
Reciban un saludo cordial desde Buenos Aires
Araceli Otamendi

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