¿Qué lecturas os seducen más?

domingo, 25 de octubre de 2009

Ramón Cerdá: la nueva dimensión del relato

En España hemos tenido diferentes talentos en el arte de contar historias. Todos conocemos a Ruben Darío y sus narraciones a medio camino del folklore popular y la magia; al sevillano Gustavo Adolfo Bécquer con sus leyendas repletas de historia donde tenían siempre un hueco los personajes de ultratumba y seres endemoniados, en cierta propensión a la literatura de Washington Irving propia del Romanticismo, donde lo fantástico se mezclaba con lo real.


Mucho tiempo ha pasado desde entonces; no obstante, no ha existido un cambio notable en la forma sí bien en el espacio, manteniendo por tanto ese suspense típico de antaño, sólo roto por elementos nuevos, producto de la nueva era atómica que empezaron escritores norteamericanos asignados como guionistas de series televisivas como The Twilight Zone o Crypt Stories, emulados posteriormente con Another Limits. Pero, lejos de tener una continuidad como era de esperar, la narrativa corta ha ido cayendo en desuso para sólo escenificar los argumentos de ciertas novelas gráficas de allí y de aquí. Pocos son los escritores que se usan de la temática fantástica para narrar historias que no ocupen un espacio mayor de ochenta páginas. El cambio de tuerca editorial y comercial que se le ha dado al fenómeno literario actual ha llevado a encumbrar la novela a la cota más alta y ha dejado al cuento hacia un lado tenebroso, apto sólo para los más exigentes y a menudo, como pauta de trabajo para cuantos talleres de escritura se realizan. Y este público minoritario no lee cuentos. No les interesa. No son productivos. Tan solo las novelas son dignas de ser publicadas. ¿Y los cuentos? Se han convertido a un formato posmoderno, cuyos argumentos no difieren mucho de aspectos que nos suceden en nuestra vida cotidiana, pero sin apenas abrumar al lector con escenografía de corte fantástico ni de esas cosmogonías postapocalípticas tan propias de finales de los setentas.


En estos dos relatos de Ramón Cerdá, quienes los lectores de este blog recordarán, el autor nos trae una nueva dimensión de ver este tipo de prosa (con cierta semblanza a la narrativa fantástica americana, en especial la de Stephen King), que lejos de creer que está en una vía muerta, podremos comprobar que se halla más viva que nunca, y a la vez puede aportar muchas ideas a esos nuevos autores que sólo radican su interés en escribir best-sellers multiformes. Y es que el relato, la nouvelle y el microrrelato al más puro estilo Maupassant, Poe o Lovecraft no ha pasado de moda todavía.










Hazle caso a tus sueños




A Arantxa Vidal con cariño




Lo suyo era un sinvivir. Su nerviosismo, desazón e inquietud eran constantes desde que dos años antes hubiera tenido la nefasta idea de acudir a aquella feria de pueblo. Aún se preguntaba porqué lo había hecho y si podría algún día olvidarlo. Olvidarlo para volver a vivir; para volver a ser él mismo, el joven alegre y vivaz que había sido siempre antes del maldito día. Algo en el ambiente ya le dijo que ese día ocurriría algo desagradable, y tal vez por ese motivo no subió a ninguna de las atracciones. Era como si sintiera que algo malo iba a ocurrir y decidió no arriesgarse a tener un accidente. Esa fue la causa. Esa, y el magnetismo y extraño morbo que le ocasionó la pequeña tienda de tela ajada en la que había un minúsculo cartel que parecía tan viejo como la propia tienda, y como después pudo comprobar, tan viejo como edad aparentaba la mujer que descubrió en su interior.


Era una mujer delgada y arrugada, con dedos largos y huesudos, que aseguraba leer el destino. En sus manos sostenía una baraja de cartas desgastadas, y le dirigió una extraña mirada cuando él apartó la tela que hacía las veces de puerta.


―¿Quieres conocer tu destino?―le dijo con voz rota y pausada.


En realidad Jorge no sabía lo que quería, y si le hubieran preguntado en ese momento por qué había entrado allí, no hubiera sabido responder.


―Sí―se atrevió a contestar un tanto inseguro.


―Siéntate.


Jorge se sentó en la pequeña silla de madera que había frente a la vieja. Entre ambos, una también pequeña mesa donde ella depositaba las cartas los separaba. Después de aquello no pudo recordar el tiempo que permaneció allí, ni recordaba haberle pagado a la mujer por sus servicios―juraría que no le pidió nada―, pero lo que sí que recordaba era la expresión de miedo que vio en la vieja cuando depositó una de las cartas sobre la mesa. Y lo que tampoco podría olvidar fueron sus palabras: "Debo decirte que pronto vas a tener un grave accidente del cual no podrás salir con vida". Jorge al principio no quiso creerlo, pero el tono de voz y la expresión de la pitonisa lograron convencerlo.


―¿Qué puedo hacer?―le preguntó con voz temblorosa.

―Hazle caso a tus sueños.

Al principio no supo lo que quería decir la vieja, pero desde ese mismo momento vivió con miedo. Miedo a lo que le pudiera pasar. ¿A qué accidente se estaría refiriendo? Unos meses después creyó saberlo, porque al despertar recordó la extraña frase: "Hazle caso a tus sueños". Esa noche había soñado que un encapuchado le disparaba a quemarropa para robarle las joyas. Él trabajaba en una joyería desde hacía cinco años y nunca los habían atracado. Aun así, las palabras de la mujer retumbaban en su cabeza y decidió llamar a su jefe para decirle que se encontraba mal y que ese día no iría a trabajar. Se quedó en casa, con las cortinas corridas y las luces apagadas. Tenía miedo de todo, y durante toda la mañana permaneció sentado sin hacer nada en absoluto. Al día siguiente se enteró de que habían atracado la joyería en la que trabajaba y la esposa de su jefe había resultado muerta de un disparo.


Por una parte se sintió aliviado por no haber ido a trabajar ese día, y por otro lado se sintió culpable por ello. Culpable por no haber advertido a su jefe de que podrían atracarles ese día. ¿Pero lo hubieran creído? Sin duda no lo hubieran hecho y lo habrían tratado de loco o desquiciado. En su interior agradeció a la pitonisa su consejo, pero lo sucedido no le devolvió la tranquilidad, sino más bien todo lo contrario. ¿Estaría a salvo a partir de ahora? ¿Habría pasado el peligro?-se preguntaba continuamente.


En los meses que siguieron al atraco, perdió más de veinte kilos. Los nervios y el poco apetito lo habían dejado en los huesos, y había vuelto a fumar. No unos pocos cigarrillos al día, sino más de dos cajetillas diarias. Fumaba compulsivamente y había dejado de asistir al trabajo. Sin duda lo despedirían, pero no le importaba. Prefería pasarse los días enteros en casa, encerrado, y de tanto en tanto salir a la calle a comprar algunas cosas para comer o a dar algún pequeño paseo, preferentemente por las noches. Se había dado cuenta de que le molestaba cada vez más la luz, y mientras estaba en casa siempre mantenía la penumbra en su entorno.


Se había quedado sin tabaco y sin comida, por lo que al día siguiente tendría que salir a comprar. Y tendría que hacerlo de día a pesar de la luz si no quería pasarse todo el día sin poder fumar y sin comer. No le hubiera importado demasiado ayunar, pero se sentía incapaz de estar todo un día sin tabaco. Pero esa noche volvieron las pesadillas y se despertó mientras se abrasaba entre las llamas. Todos gritaban a su alrededor intentando salvarse sin conseguirlo. El infierno sin duda era algo parecido a aquello. Eso le hizo volver a recordar el consejo de la pitonisa y decidió quedarse en casa a pesar de todo. Pronto oyó el sonido de las ambulancias y de los bomberos que acudían a apagar un fuego en su misma calle. Se asomó a la ventana y vio que estaba ardiendo el edificio donde precisamente él solía comprar el tabaco. Una carcajada salió de su garganta. Estaba histérico y creía estar volviéndose loco. ¿Por qué había ido ese año a la feria? Si se hubiera quedado en casa, ahora no estaría al borde de la demencia, aunque posiblemente, si no hubiera ido, ahora estaría bajo tierra, muerto de un disparo en la frente, o quemándose unas manzanas a la izquierda en el actual incendio. ¿Había sido una maldición para él que la pitonisa le leyera su destino? Tal vez hubiera sido mejor no saberlo y haber muerto sin dolor ni sufrimiento. Después de todo un disparo en la frente no podía ser muy doloroso. Seguramente ni siquiera se hubiera enterado. Tenía que admitir que en ocasiones la ignorancia podía ser una bendición. Ahora se sentía continuamente amenazado. ¿Hasta cuándo tendría que vivir de ese modo? Por otra parte, si seguía haciendo caso de sus premoniciones, podría mantenerse a salvo por siempre, lo cual tampoco era tan malo visto de ese modo. Tal vez esa era una forma de huir de su destino. ¿Quién había dicho que el destino estaba escrito? ¿Quién aseguraba que no se podía cambiar el futuro? Todos los que así pensaban eran sin duda unos necios. Unos agoreros que disfrutaban siendo cenizos. Ahora él era invencible. Desde luego no pensaba en la inmortalidad, pero sí que estaba decidido a evitar el destino durante muchos años. Una nueva carcajada que hubiera helado la sangre de quien la hubiese estado escuchando volvió a romper el silencio. Se sentía bien. Después de muchos meses de intranquilidad y de miedos, volvía a sentirse pletórico y lleno de vida. Al otro lado de la calle había gente ardiendo, pero eso a él ya no le importaba.


Desde ese día había vuelto a hacer una vida casi normal, aunque no volvió al trabajo. No lo necesitaba; al menos durante algún tiempo. Vivía solo y tenía pocos gastos. El piso era en propiedad y tenía algunos ahorros en su cuenta bancaria. Incluso había pensado en tomarse unas vacaciones y pasar una temporada en el Caribe. Siempre había deseado ir allí y asarse al sol bañándose en las cálidas aguas. No tuvo que pensarlo mucho y pronto tuvo comprados los billetes de avión. Pasaría unos días tranquilos en casa y luego saldría de viaje.

En realidad ya había olvidado todos los peligros que parecían acecharle y ya no tomaba excesivas precauciones al cruzar la calle o al coger el coche, pero esa noche volvió de nuevo el pánico. Las pesadillas lo hicieron sudar una vez más en plena noche, y las llamas volvieron a estar presentes en esta ocasión, pero esta vez era un avión el que ardía, y él estaba allí, viéndolo todo, escuchando las explosiones... y muriendo. En la pesadilla había llegado a morir, y cuando despertó, lo hizo sudoroso y jadeante, con el corazón a punto de desbocarse. Era una nueva advertencia. La pitonisa volvía a recordarle que estaba en peligro. No podría ir al Caribe, o al menos no de momento, y desde luego no en avión. Rompió los billetes y no volvió a pensar en ello. No importaba. Tampoco advertiría a la compañía aérea de que el avión se incendiaría. Sin duda mucha gente moriría en aquel vuelo, pero sinceramente le tenía sin cuidado. Él no estaría allí.

Enchufó el televisor porque no podía dormir, y estuvo unos minutos haciendo zapping con el mando. De pronto se detuvo en uno de los canales. Estaban echando una película que le hizo sonreír. Era Aeropuerto, o una de esas en las que el avión acaba destrozado. Era curioso que acabara de tener la pesadilla y que ahora estuviese allí, desvelado sin poder dormir, viendo aquella película. Ahora empezaba lo más interesante. Una explosión en uno de los motores había ocasionado un fuego en el avión. Todos gritaban. Allí estaba él viendo aquello cuando una nueva explosión se produjo, pero esta vez no fue en el televisor. Esta vez fue en la cocina. Una llamarada salió de la oscuridad arrasando el televisor y la silla donde él estaba sentado. Al día siguiente el periódico local hablaba de una explosión ocasionada por una fuga de gas. A pesar de la violencia de la misma ―decía la periodista―, sólo había que lamentar daños materiales y la pérdida de una vida.












El suicidio no es tan malo






Pesaba poco más de cuarenta kilos, lo cual teniendo en cuenta que su estatura era de un metro setenta, hacía que aparentara estar famélica. Pero no era hambre lo que pasaba. Lo suyo más bien era ya un sufrimiento continuo durante años de matrimonio infeliz. Las personas tenemos un alto grado de aguante, y desde luego las mujeres más que los hombres, pero todo tiene un límite. Lo que se aguanta un día, tal vez se pueda aguantar una semana, un mes, un año, o varios, pero no hay nada que se pueda perpetuar por siempre.


Claro que hay personas que parecen haber nacido con mala estrella y todo da la sensación de que está en contra de ellas. Algunas de estas personas pueden cambiar su sino modificando su forma de ver las cosas, siendo menos negativas y creando de este modo una energía más positiva a su alrededor. Después de todo, el universo entero está basado en la energía, y nosotros somos parte del universo; parte de esa energía que nos rodea y de la que estamos compuestos. Pero son muchas las personas que son incapaces de manipular por sí mismas la configuración de esa energía, y todo acaba siendo negativo a su alrededor, sin que aparentemente sean capaces de modificar ese destino fatal que se vislumbra en el horizonte de sus vidas.


Mara era una de esas personas que se dice que han nacido de culo. Hija de padre alcohólico y de madre siempre tan borracha o más que el padre, no se podía decir de ella que hubiese tenido una infancia feliz. Ni siquiera sería correcto decir que había tenido infancia de ningún tipo. Las circunstancias la habían hecho madurar mucho más rápidamente que otros niños de su edad. Cuando los demás dedicaban su tiempo a jugar, ella tenía bastante con buscarse la vida por su cuenta. Sus padres se pasaban semanas enteras en medio de una total embriaguez y ella tenía que encargarse de sus dos hermanos menores. Mirándolo retrospectivamente, resultaba increíble que hubieran sobrevivido, teniendo en cuenta además, que en los breves periodos en que el sopor no dominaba a su padre, el mayor pasatiempo de éste era apalear a sus hijos. Y apalear en el sentido literal del término, dado que era precisamente un palo lo que utilizaba.


En una ocasión ―recordaba Mara―, un mal golpe dejó ciego de un ojo al más pequeño. En el hospital tuvieron que decir que se había caído, porque el miedo de hacer enfadar a su padre era como una espada de Damocles que colgaba siempre encima de sus cabezas. Era muy triste vivir odiando a sus padres y malviviendo con lo poco que sacaba pidiendo en las esquinas, pero nunca había tenido el valor suficiente como para abandonarlos. Tenía miedo de las consecuencias que eso le hubiera podido reportar si su padre los encontraba. Tal vez si se hubiera atrevido a irse sola, todo hubiese sido más fácil, pero se sentía responsable de sus dos hermanos chicos, y si alguna vez hubiera reunido el valor de irse de casa, lo hubiera hecho con ellos. De eso no tenía ninguna duda.

Ahora todo eso podría parecer muy lejano si hubiera conseguido cambiar de vida, pero realmente solo había cambiado de dueño. Su padre había muerto años atrás de una de sus enormes borracheras. La cirrosis había acabado con una vida de excesos a base de vino de garrafa y de tetrabriks adocenados. Semanas enteras sobreviviendo únicamente del combustible de bajo rendimiento que el alcohol le proporcionaba al cuerpo, sin más alimento que los polvos con que hacían y le daban color al vino de garrafa. Lo extraño es que hubiese durado tanto. En cuanto a su madre, se la llevó por delante una paliza con el mismo palo que era responsable de que su hermano fuera tuerto y medio imbécil.


En ocasiones se echaba a ella misma la culpa de algunas de las borracheras de sus padres, dado que al fin y al cabo se las podían permitir por el dinero que ella conseguía. Recordaba que de muy pequeña su padre recogía cartón y robaba cobre aun a riesgo de su vida porque en más de una vez había cortado cables eléctricos. Sólo en una ocasión tuvo un percance serio que le dejó inútil el dedo meñique de la mano izquierda. Tieso y tiznado, su padre bromeaba a veces ―las pocas en que estaba de humor―, diciendo que todavía le servía para hurgarse la nariz.


Pero ya poco después de aquello, su padre se convirtió en un auténtico alérgico al trabajo, y rara era la ocasión en que "hacían la calle" él y su esposa para recoger el escaso tesoro que suponían las cajas de cartón abandonadas. Y ya desde entonces y durante mucho tiempo, fue ella prácticamente la única fuente de ingresos de la familia. Recordaba con lágrimas en los ojos lo que tuvo que hacer con su cuerpo de niña primero y de adolescente después, dejándose sobar por manos sudorosas y alientos fétidos. Era la única manera de conseguir lo bastante ―que era poco― para sobrevivir. No bastaba con estar en la esquina sosteniendo un vaso de hojalata y esperar que alguien se animara a hacerlo tintinear. Pronto se dio cuenta de que la única forma de conseguir algo más era usando su cuerpo. Al principio lo hizo con miedo y asco. Con el tiempo el miedo desapareció y la repugnancia permaneció. Pero podía soportarlo y así lo hizo durante años, hasta que su príncipe azul la rescató de aquel infierno.


Pero su inexperiencia en juzgar a la gente le impidió ver que no se trataba de un príncipe azul, sino más bien de un príncipe negro. Un auténtico príncipe de las tinieblas, malvado y desconsiderado que solo buscaba un buen cuerpo que poder usar y abofetear a discreción. Esa había sido su historia. Su corta y a la vez larguísima historia, porque a pesar de su juventud, ya había vivido mucho. Demasiado quizás.


Demasiado. Eso era lo que pensaba muchas veces, que ya había vivido demasiado. ¿Y qué hay que hacer cuando uno cree que ya ha vivido más de la cuenta? La conclusión siempre acaba siendo la misma: El suicidio.


Un par de años antes ya lo había intentado cortándose las venas. Como no disponían de bañera en casa, había llenado el barreño que utilizaba para lavar la ropa, de agua caliente, casi hirviendo. Había leído en algún libro de romanos que así no dolía. Muchos se habían quitado de ese modo la vida en aquélla época. Y después también. Al principio le había dado una cierta aprensión el hecho de rajarse las venas a la altura de las muñecas, pero una vez se cortó las de la mano derecha, las de la izquierda ya no le costaron tanto. El barreño de tiñó de un rojo púrpura inmediatamente, y sus ojos se nublaron. Se sintió flotar y vio una extraña y brillante luz blanco azulada. Por primera vez en su vida creyó ser feliz. Pero la felicidad le duró muy poco. El imbécil de su marido volvió demasiado pronto a casa, y aunque estaba borracho como una cuba, pronto comprendió lo que ella había hecho y tuvo la suficiente sangre fría como para atarle las muñecas con unos mugrientos paños de cocina y llevarla al hospital.


En el hospital se mostraron excesivamente eficaces y consiguieron hacerla volver de la brillante luz que tanto la había tranquilizado.

Tardó casi un año en volverlo a intentar, y esta vez lo hizo utilizando el gas. Tenían un horrible horno casi prehistórico que malfuncionaba con butano, pero que precisamente por sus completas carencias en cuanto a sistemas de seguridad resultaba ideal para llenar la casa del fétido gas. Pronto perdió el conocimiento y quedó tendida en el suelo. Su muerte no sería tan agradable como la que ocasionaría la mala combustión de este gas que provocaría monóxido de carbono. Eso sería lo que se conoce como la muerte dulce; lo había leído recientemente en una noticia donde una familia entera había muerto a causa de la inhalación de ese monóxido. Habían muerto todos mientras dormían. Respirar butano sin quemar no sería tan eficaz posiblemente, pero suponía que sí que sería lo suficiente.

Esta vez no fue su marido, sino los vecinos quienes se dieron cuenta de lo sucedido debido al fuerte olor que salía de la vivienda. Alguien aporreó la puerta hasta que se abrió sin demasiados problemas. Una vez más llegó al hospital a tiempo de que se recuperara. Eso le valió además un par de palizas extras al volver a casa.


Un tercer y último intento hasta la fecha para quitarse la vida había sido la ingestión de un montón de barbitúricos que había encontrado removiendo el contenido de las basuras. Algún desaprensivo había hecho limpieza del botiquín y lo había bajado con el resto de los desperdicios. Ante la duda de lo que podría servirle y lo que no, acabó ingiriendo una mezcla un tanto extraña de calmantes, somníferos, antibióticos, e incluso alguna aspirina caducada. También en esta tercera ocasión acabó en el hospital llevada por su marido. Le hicieron un lavado de estómago y su marido se encargó de la rehabilitación posterior a base de golpes de todo tipo.


Cada vez estaba más harta de todo y se sentía, además, torpe e inútil por no haber sido ni siquiera capaz de quitarse la vida por sí misma. Nunca hubiera pensado que pudiera resultar tan complicado.


Vivían en un quinto piso en un estado lamentable, de donde ya les habían comunicado que iban a sacarlos se pusieran como se pusieran porque la finca no cumplía con los requisitos mínimos de seguridad y salubridad. Pero su marido se empeñaba en seguir arreglando cosas a pesar de todo. Esa mañana había empezado con la barandilla del balcón. Había arrancado la anterior que estaba totalmente oxidada y se caía a pedazos, y estaba colocando otra más pequeña que no alcanzaba a cubrir la totalidad del hueco dejado por la antigua baranda. Pero eso parecía no importarle demasiado; posiblemente tuviera previsto traer algún otro pedazo y atarlo con hilo de alambre.


Esa mañana había salido al balcón junto con su marido porque éste se había empeñado en que sostuviera la barandilla mientras él la ataba chapuceramente. No pudo evitar pensar en lo que ocurriría si se dejaba caer desde esa altura. Todo acabaría rápidamente y en esta ocasión nada podría salvarla. Cuando la recogieran estaría destrozada y por mucho que se apresuraran en llevarla al hospital, llegarían tarde.

Su marido se levantó y se quedó de pié junto a ella mirándola.

―¿En qué estas pensando si puede saberse?―mientras le hacía la pregunta se giró y miró hacia abajo.


Fue en ese preciso instante cuando algo en la cabeza de Mara hizo que se decidiera. Esta vez no iba a fallar.

Soltó la barandilla con un sonido metálico que sonó como si proviniera de muy lejos. Su marido se dio la vuelta y la miró de nuevo. Ella extendió los brazos...


...y empujó a su marido.


Llegó rápido al suelo con un sonido como de sandía, y quedó totalmente quieto. Unos segundos después una enorme mancha de sangre se extendía alrededor del cuerpo. "Después de todo, el suicidio no es tan malo"―pensó Mara.








Sobre el autor






Ramón Cerdá, el autor de la novela EL FANTASMA DE LOS SUEÑOS, es un escritor polifórmico que se ha estrenado tanto en novelas de corte erótico "CONFIESO" con la que ha vendido más de 70.000 ejemplares, pasando por el ensayo, la novela fantástica y ahora el cuento.



En "Hazle caso a tus sueños" y "El suicidio no es tan malo", Cerdá buscará el interior de la mente humana, realizando un viaje hacia lo subjetivo sin huir por ello de la realidad que nos envuelve. Un punto de vista muy humano que frecuentemente identificamos con el subconsciente, algo más mental que práctico, pero que yace inherente en nuestros actos más simples, y que Cerdá nos trae mediante un canal difusor del conocimiento: La literatura. Una literatura que, este blog, LITERATURA DEL MAÑANA le está muy agradecido a este autor, el cual ha tenido el gusto de traernos sus trabajos hasta nuestras puertas, pasando a formar parte del nutrido grupo de autores que han participado en estas páginas, como un colaborador más, que ya es.









Copyright:




De los relatos e imagen:
©Ramón Cerdá Sanjuán



De las fotografías (en los cuentos)
©Abi Pap, 2009




Publicado en este blog bajo consentimiento del autor:












4 comentarios:

Soledad Arrieta dijo...

Excelentes relatos.
Muy buenas narraciones.
Gracias por compartirlas.

Pluma Roja dijo...

Magníficos relatos.

Es un gusto leer a los escritores presentados.

Un saludo cordial.

Hasta pronto.

Elsa Gillari dijo...

Un placer leer tan excelentes relatos.

Gracias.

Saludos.

darkprincs dijo...

Excelentes cuentos. gracias por brindarnos estos extraordinarios textos.

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