Declaración de amor
Era la enésima vez que Enrique me dejaba dinero. No mucho, pero lo suficiente como para bajar al boulevard y tomarme unos tragos. Enrique era un buen tipo y todos envidiábamos su vida. Soltero y con un buen trabajo. La noche anterior habíamos estado en casa de alguien hasta las tantas. Juntos nos tambaleamos por la calle hasta despedirnos. La bebida hacía florecer su generosidad y yo siempre intentaba permanecer cerca. Aún así merecía todos los respetos ya que nunca te dejaba en la estacada. Cada noche que me encontraba con Enrique amanecía con un par de billetes de más en el bolsillo.
Por fin llegó la tarde y con ello la excusa perfecta para tomar una copa. Entré en el bar con la esperanza de encontrar a Enrique, pero sólo aparecía en las ocasiones en que verdaderamente hacía falta. Cuando ni un céntimo bailaba en mis bolsillos. Las primeras horas en el bar se bebía en silencio, acompañado eso sí por el televisor. Luego, cuando el ambiente empezaba a caldearse, el sonido de las diversas conversaciones apagaba el monótono zumbido del aparato. En la máquina tragaperras una cascada de monedas alegraba el día a un individuo. Con un poco de suerte pagaría una ronda, pero quizás había jugado más de lo que le había tocado como premio. Entonces las monedas volvían a la máquina introducidas con un frenesí enfermizo.
Después de dos copas siempre puedo pedir la tercera fiada. Es una ley no escrita que el dueño del local aplica aunque no siempre. Aquella tarde estuve de suerte y disfruté de dos consumiciones con las que no contaba. Entonces entró por la puerta la Rut. Era una pija de Barcelona a la que le gustaba merodear por los garitos de los perdedores. Si no estuviera enganchada a las pirulas aún seria más bella. Tenía la piel morena heredada de tantas generaciones bañadas por el Mediterráneo. Lo que más me gustaba de ella era su larga cabellera oscura y fina. Era una diosa entre nosotros. A mí me suponía, con toda probabilidad, un polvo rápido y una buena ducha para despojarme del olor a playa y piscina, que era donde básicamente me aseaba. El caso de Rut era paradójico porque sus padres intentaron apartarla de la ciudad que la estaba matando, y pensaban que aquí estaría a salvo. Rut de repente se encontró en el paraíso. No le faltaba de nada y como era generosa con todos nunca tuvo problemas más allá de discusiones de barra. Recuerdo el día que la conocí. Se me acercó y me dijo:
–Los planetas no son redondos.
–¿No? –contesté yo como si de verás me interesara lo que me estaba contando.
–No. Los planetas tienen forma de setas. Los hay que son rojos con manchas blancas. Esos son los venenosos. Después están los que no lo son, pero tienen un grave problema: sus habitantes los devoran. Sí, así como te lo digo. Los devoran y acaban desapareciendo. En cambio a los venenosos los respetan por la cuenta que les trae.
No sé si fue por mi sonrisa o por mi sincera mirada que Rut se sentó a mi lado y me invitó a una copa.
–Después hay una mierda de planetas –continuó– que son de piedra. Pero no piedras como te imaginas sino como las que ponen en los espigones de la playa. Ya ves, ¿dónde va un planeta con esa pinta? Y después están los planetas como el nuestro, que son los más gilipollas de todos, pero, ¿qué les vas a hacer?
No sabía si esperaba una respuesta por mi parte, pero hice un gesto para darle la razón. Pidió dos copas más. Aquella noche acabé en su apartamento haciendo el amor de la manera más torpe posible y por la mañana me echó apuntándome con un cuchillo. Así era Rut.
Una triste tarde de domingo salí del bar envalentonado. Y medio borracho también. Bajé por la calle hasta el puerto. Entré en el club náutico. Varias parejas de mediana edad me miraron asombrados, pero el caparazón de valor que me ofrecía el alcohol me inmunizaba ante sus miradas. Al final de la barra estaba el carrito de los helados. Eva se encargaba de él. Con el paso firme y disimulando mi embriaguez me dirigí hacia ella. Observé su mirada nada alentadora. Aún así continué caminando hacia ella. Por fin mis manos se postraron sobre el carrito de los helados. Buscaba su mirada, pero ella rechazaba la mía.
–Eva.
–¿Qué quieres? –su tono fue seco y frío. Me pareció como si una losa de hormigón cayera sobre mí.
–Te quiero –lo dije de corazón.
–¡Lárgate de aquí, hijo de puta!
–Pero…
No se como mis pies me transportaron lejos del club náutico. En mi cabeza todavía resonaban la palabras de Eva y mi corazón se encogía por las heridas que su tono habían provocado. No recuerdo como pasé aquella noche ni dónde me desperté. Aún así me resistía a enterrar mi amor por Eva.
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Relato:
Imagen:
"Beso de pareja", en una postal (1905-1910): ©Wikimedia Commons
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1 comentario:
Gracias por vuestro interés. Un fuerte abrazo.
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