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sábado, 13 de febrero de 2010

La prosa breve de Jordi Leal Espuny


En nuestra incansable búsqueda de nuevos valores para mostrar en esta página, dimos con un autor que se ha hecho a sí mismo. Dotado con un estilo que roza la prosa seudoperiodística de la Generación perdida norteamericana, lo cual deviene, en parte, a su carácter objetivo y las aptitudes literarias logradas en cuantos talleres de escritura creativa ha participado, conformarán en el relato “La playa”, que este autor nos ha traído a la redacción de LITERATURA DEL MAÑANA, una estética literaria que difiere sobremanera de la prosa de cuantos autores hubieron participado aquí hasta ahora.



“Un estilo narrativo que mezcla la estética descriptiva del naturalismo y un conceptualismo propio del existencialismo más contundente. Cada frase conlleva una acción espontánea, pero premeditada, que, lejos de cansar al lector con giros expresivos y una retórica aparatosa, lo imbuyen de lleno en el cuento sin dejarle respirar; manteniendo su interés hasta el final, una expectación que hará que se concentre en la lectura, una lectura que no interrumpirá hasta que éste se termine.”

“En el relato “La playa”, alude a algunos de los tópicos propios del lugar donde reside, mostrándonos una cosmogonía donde lo real y lo ficticio sólo es determinado por nuestra imaginación.”

Ángel Brichs
escritor y crítico literario






La playa

El invierno regaló un día de calma tras varias semanas de temporal. Gabriel estaba obligado a aprovecharlo. Dejó aparte el chubasquero y las botas de agua, cambiándolos por una chaqueta de paseo y unas zapatillas deportivas. La playa estaba a cuatro kilómetros en línea recta. A veces bajaba hasta ella andando por un sendero o en bicicleta por la carretera, pero aquella mañana no se fiaba del tiempo y lo hizo en coche. Un destartalado Seat Panda de color amarillo. Cuando llegó a la finca no tuvo que parar ante la cerca. Estaba levantada. Aparcó y entró en el almacén repleto de herramientas oxidadas y máquinas averiadas. Todo estaba amontonado entre polvo y telarañas. En uno de los postes de carga estaba clavado un plato con la foto a todo color de John Wayne que sonreía con aquella pose tan peculiar. Entre tanto trasto sólo quedaba hueco para aparcar el coche. En la parte más amplia del almacén se amontonaban, de manera uniforme, unas jaulas para conejos vacías. Hacía años que la herrumbre se cebaba con ellas.
Salió al exterior. Un camino calvo de hierbas atravesaba el naranjal. Todas sus frutas estaban en el suelo, esperando a que la tierra se nutriera con ellas. Nadie cuidaba de los naranjos y nadie disfrutaba de sus frutos. El viento de poniente había soplado de manera desbocada días atrás. Las cañas jóvenes no habían resistido la embestida y se entrelazaron entre ellas creando unos escondrijos naturales con forma de cueva. El mar había amontonado la arena horizontalmente y los tubos de hormigón que hacían la función de papelera estaban cubiertos hasta el borde. Duchas, casetas de socorrismo, chiringuitos abandonados permanecían en desnivel o semienterrados. La orilla estaba cubierta con un manto de piedras redondeadas entrechocando mecidas por las olas. La humedad apelmazaba la arena y conseguía una firme capa lisa; frágil a las pisadas y delatora de cualquier huella. Un rastro más fino de piedras marcaba la línea hasta donde habían llegado las olas en el punto álgido del temporal.
Aquella mañana el mar estaba tranquilo. Parecía cansado. Sus olas se adentraban tímidas en la arena y casi parecía dolerle. Era el día perfecto para buscar en la orilla lo que el mar llevaba días expulsando con violencia. Gabriel era la única persona deambulando por la playa. Le llamó la atención un trozo de ladrillo erosionado. Gabriel lo tomó con una mano y observó la transformación causada por las potentes corrientes marinas. Imaginó aquel ladrillo formando parte de una pared. Su pensamiento fue tan lejos que imaginó el ladrillo en la mano cuarteada del albañil que lo colocó, o quizás sólo fuera una parte de escombro lanzado al mar. Al final lo dejó caer en la arena tan húmeda que lo amortiguó sin que dejara huella.
Avanzaba despacio por la orilla, atento, por si descubría algo interesante. Sus pies se hundían y se cansaba. Levantó un momento la vista y vio a dos personas a lo lejos que se dirigían hacia él. Miró hacia el mar y vio una barca que recogía las redes a menos de doscientos metros de la orilla. Pudo observar a tres personas enfrascadas en la labor. El sol brillaba como una luz mate tras las grises nubes. En cualquier momento llovería. Gabriel perfiló la vista y reconoció que las personas que se acercaban eran un hombre y una mujer. Calculó que ambos pasarían de los setenta. Se agachó para recoger una pechina. Sólo recogía las enteras. El color no le importaba, pero sí que no tuvieran ni la más mínima muesca. Incluso cuando las transportaba en la bolsa de plástico tenía cuidado de que no se golpearan entre ellas. También recogía las caracolas. Para estas era menos riguroso y, a no ser que estuvieran muy desgastadas, las recogía todas. En aquella parte del Mediterráneo era muy difícil encontrar un buen trofeo en la arena, pero después de un temporal siempre se puede topar con alguna sorpresa. Gabriel seguía dispuesto a hallarla.
Una suave brisa soplaba arrastrando la humedad hacia la tierra. Gabriel levantó de nuevo la vista y se tranquilizó al observar que los ancianos no buscaban nada en la orilla. Algo extraño notó en la mujer. Ya no le parecía tan mayor. Bajó de nuevo la vista y allí estaba: una inmaculada pelota de golf. La tomó con el pulgar y el índice de su mano derecha y la puso frente a sus ojos. Era impresionante la cantidad de hoyuelos que tenía y todos de la misma dimensión. Gabriel imaginó un pasado factible para aquella bola y continuó la búsqueda portándola en la mano. Confiaba en su suerte para encontrar la gran caracola. Una vez descubierta la limpiaría bien y bajaría a las tiendas de souvenires del puerto para acabar vendiéndola al mejor postor. Después los frutos de un día gris de invierno se los bebería en la taberna al calor de los compadres.
La pareja cada vez estaba más próxima y Gabriel levantaba a menudo la cabeza. Lo que antes le parecía una anciana ahora se había convertido en una hermosa mujer. El anciano la llevaba del brazo. En otras condiciones con un simple buenos días habría valido para no quedar como un mal educado. Pero el esplendor de la mujer causaba en Gabriel una especie de rubor y a punto estuvo de quedarse callado con la mirada fija en la arena de no ser por el anciano que le dirigió un cordial saludo.
-Buenos días. -Gabriel alzó la cabeza e instintivamente se llevó la mano con la bolsa de las pechinas a la espalda. Contestó con un gesto sin abrir la boca. El anciano continuó. -Parece que tras el temporal viene la calma.
-Eso dicen, pero no se pude confiar en este tiempo tan traidor.-Contestó Gabriel.
La mujer seguía la banal conversación con una sonrisa en los labios y no pronunció ninguna palabra.
-¿Cree usted que lloverá?-El anciano era extranjero y para parecer amable quería dar importancia a la opinión de Gabriel. La mujer lo miraba con la misma expresión sonriente y plácida.
-A la noche se lo digo.-Gabriel se rió de su propia broma. El anciano sonrió, aunque sólo por condescendencia, y la mujer no desdibujo aquella bella mueca.
-¡Adiós!
-¡Adiós!
Y cada cual siguió su camino. A los pocos metros Gabriel se dio cuenta que en la arena sólo estaban marcadas las huellas del anciano. Se giró y miró a la pareja, extrañado.
-¡Eh!
El anciano y la mujer se giraron. Ella parecía un poco más mayor.
-¿Qué pasa, buen hombre?-Preguntó extrañado el anciano.
-Su mujer no deja huella.-Afirmó Gabriel.
-Es porque está muerta. Es un fantasma.-Aclaró con total naturalidad el anciano. La mujer miró a Gabriel con su cara risueña y ladeó un poco la cabeza. Gabriel se quedó pasmado mientras el anciano se despedía meciendo la mano. La pareja reanudó el paseo por la playa. Gabriel se fijó en que la mujer seguía sin dejar huella en la lisa arena apelmazada por la humedad. Cada vez parecía más vieja. Un pato volaba a ras del mar en dirección al sur. Gabriel no daba crédito a lo sucedido, pero en la arena sólo estaban marcadas las pisadas del viejo. Cuando se dio cuenta tenía justo a sus pies una preciosa caracola. Tenía el tamaño de un melón y relucía bañada por las espumosas olas. Gabriel dejó caer la pelota de golf y desenterró la caracola. La elevó a la altura de sus ojos y sonrió. Lo único que le preocupaba es que en la taberna nadie creería la historia del anciano y el fantasma.








Algunas notas sobre el autor...




Nacido en Tarragona en 1972, Jordi Leal Espuny siempre sintió, desde ya muy joven, una gran afición por la literatura. Después de participar en varios talleres de escritura, en la primavera de 2009 autopublicó Los animales y compañía, un libro de relatos. Recientemente, ha publicado el microrrelato El tigre de Malasia, en la revista digital Almiar (Margen Cero). Como otros tantos autores que han pasado por nuestras e-pages, se le puede encontrar también en su bitácora personal: Mis pequeños relatos, en la que hallaremos algunos de sus cuentos más destacados.











Copyright:

Del relato, fuente para la biografía e imagen:
Jordi Leal Espuny©

Introducción y reseña:
LITERATURA DEL MAÑANA©

Publicado en este blog bajo el consentimiento del autor:

1 comentario:

Soledad Arrieta dijo...

Excelente relato, la naturalidad conque fluye, lo descriptivo, la incorporación del elemento fantasmagórico sin perder la línea de lo cotidiano, sin asombros.
Me encantó.

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