El pupitre de al lado
Tenías mucho miedo porque jamás habías estado en una escuela. Me dijeron que hacía dos meses que estabas en el pueblo, y que las autoridades competentes habían decidido que ya era hora de que te educaran. Te pusieron en mi clase porque ya tienes los doce años, así que, por edad, has empezado a cursar 1º de la ESO.
No me ha sido difícil buscarte un pupitre y colocarte al lado de mi mesa. Por suerte, en este pueblo, lo más grande es el colegio, y sus aulas son espaciosas y los alumnos caben en ellas sin necesidad de sentirse rebozados unos en el olor de los otros. Me consta que esto no es así en la mayoría de las escuelas de España; por eso digo que mi colegio es especial y que tú has venido a caer en él por gracia del destino. El miedo no pude quitártelo. Ibas tapada con un pañuelo grande y con él cubrías un cabello que yo imaginaba negro azabache. Sólo una vez te pedí que te lo quitaras y negaste con la cabeza, bajando los ojos al tablero de la mesa.
Cuando te di los enseres para escribir me di cuenta de que jamás habías dibujado una palabra. No acertabas a coger el bolígrafo, no sabías para qué servía el cuaderno. Te quedaste embobada mirando la cubierta del libro multicolor.
Me dio pena tu ignorancia, o eso quise pensar.
Durante dos semanas no hice otra cosa que cuidar de tu integración en nuestra escuela, en nuestro curso, en nuestras vidas. Las otras alumnas no mostraban demasiado entusiasmo en ser tus amigas. Te evitaban y sólo aparentaban hacerte algún caso cuando yo les llamaba la atención. Durante los recreos solía observarte: estabas sola y no comías nada. Un día te pregunté si querías una manzana, y negaste con la cabeza bajando los ojos al suelo. Luego supe que estabas de Ramadán. Y Como no entendía muy bien qué significaba eso, me conecté al Wikipedia y me informé. Sólo quería comprenderte.
«[...] El ayuno es la abstinencia total de todo aquello que rompe la meditación (bien sea comida, bebida o relaciones sexuales) desde el alba hasta la puesta del sol. Los menores de edad, en la pubertad, no están obligados a ayunar, pero los musulmanes aconsejan a los padres que los animen a hacerlo para que se acostumbren, y lo puedan practicar sin mucha dificultad cuando sean mayores. Lógicamente, tienen que estar sanos y poder hacerlo sin repercusiones adversas [...]».
Decía el artículo, pero tú tenías doce años y estabas enferma, porque eres diabética. Sin embargo, en casa, tu padre os inculcó la costumbre que respetabas con una abnegación singular. Durante seis meses estuve enseñándote las palabras básicas del castellano. Lo único que deseaba era que supieras comunicarte y decirnos a todos los de la clase qué pensabas de tu nueva vida, qué te gustaba de este pueblo nuestro, cuáles eran tus costumbres o si echabas de menos tu tierra.
Desde luego, eres una chica lista, porque, pese a tu miedo inicial, pronto empezaste a dibujar y a agarrar el lápiz y el bolígrafo con firmeza. Los primeros garabatos hicieron reír a las niñas más avispadas de la clase. Pero luego, al mes y poco, ya sabías escribir el abecedario con corrección y conocías palabras que utilizabas a tu antojo para comunicarte conmigo.
Una tarde empezó a llover con mucha furia. El patio del colegio se inundó rápidamente y el director mandó que cada maestro llamara a los padres de los alumnos para que vinieran a recogerlos. Pero tú no tenías forma de avisar a los tuyos. Cuando te pregunté por tu padre susurraste trabajo, y cuando pregunté por tu madre negaste con la cabeza y bajaste los ojos hasta tus manos, que se pellizcaban una a otra.
No entendí esa respuesta, aunque sentí un escalofrío que no sabría explicar. Así que te expliqué que yo te llevaría a casa esa tarde y te pusiste contenta.
Recogimos tus cosas y nos dirigimos a mi coche. En Conserjería me habían dado tus señas, porque no estaba yo muy segura de que tú pudieras indicarme dónde vivías.
En coche tardé media hora en recorrer la distancia entre el centro escolar y tu casa. Supe que andando estabas cerca de 70 minutos cada día. También supe que no te quedabas a comer en el colegio, pero que tampoco regresabas a tu casa, por la distancia. Tu almuerzo consistía en un poco de fruta que tomabas el parque del centro del pueblo, tú sola, o tú y la soledad, si hemos de ver en ella lo que ha sido hasta hoy: una compañía o la única compañía que has tenido.
Aparqué delante de un edificio enfermo de aluminosis. Destacaban las antenas parabólicas y los trozos de cordero colgados a secar en unos balcones que se desplomaban de puro asco. Llovía, y menos mal que llovía, porque el olor que sentí cuando traspasamos ambas el umbral del edificio estaba diluido por el agua de la lluvia, por eso pude subir. Si llega a hacer calor, no creo que hubiese sido yo capaz de encaramarme por esas escaleras que conducen al piso que tus padres tienen alquilado. Eso de piso, también es un decir. Cuando llamaste a la puerta, porque no había timbre que tocar, una chica adolescente nos abrió, y un puñetazo de incienso me dio en la nariz. Es Fátima, dijiste. Y ella me sonrió porque no sabía hacer otra cosa. No hablaba más que bereber. Me hiciste entrar en tu casa y Fátima me sirvió un té delicioso. Cuando pregunté por tu madre, tomaste mi mano y me llevaste hasta una habitación húmeda y pegajosa, donde un espectro de mujer se abandonaba a una duermevela eterna. Tu madre es tetrapléjica. Cuando tú naciste, ella se quedó inválida. Eso fue un mal augurio para tu padre. Sin embargo, el hombre no la abandonó. Se la trajo a España desde Nador, una vez tuvo él sus papeles en regla. Al igual que a vosotras. A ti y a tu hermana. Bueno, a tu hermana no, porque no es tal. Esa adolescente que vive en tu casa y que cuida de tu madre, de tu padre y de ti es tu madrastra. Tu padre se ha casado con ella en Marruecos y se la ha traído a vivir aquí, para que os ayude. Tiene dieciocho años y está feliz con su destino. Me has dicho que su familia es pobre, aunque más que la vuestra.
Sacaste unas fotografías y me fuiste señalando cada una de ellas explicándome, como podías, quién eras tú, quién era tu padre, quién fue tu madre. Hablas rifeño, desciendes de los tuaregs y quieres aprender mucho para regresar a Nador y enseñar tu cultura, ahora que ya han pasado los Años de Plomo. Tu padre había pertenecido al PDAM, aunque eso, en Marruecos lo llevabais en secreto, por la cuenta que os traía. De hecho, hasta que lo echaron de la fábrica de acero habías llevado una buena vida.
Tu madrastra puso un poco de música Amazigh de la región Tuareg y volvió a servirme té con menta. De repente, transportada por el sonido de las palmas, los chillidos de las mujeres y los tambores de la música, la habitación miserable que nos cobijaba a las tres y que tanto se alejaba de tu madre postrada y enferma, tuvo sentido. Los colores bailaban en el desierto de la pared una danza antigua de tribu imuhagh alrededor de cinco rombos de plata. Luego me enseñaste el turbante azul añil que había usado tu padre en el desierto, cuando vivíais con el resto de la tribu, antes de trasladaros a la fábrica de acero en Nador. Por eso tienes ese miedo supersticioso contra el hierro y te proteges tanto del mal de ojo dibujando en el aire, continuamente, algo parecido a la letra Z.
No te queda nadie en la tribu del desierto. La última sequía acabó con tus abuelos. A tu padre le costó mucho dejar vuestro hogar libre, donde cada cual es siempre uno mismo y no tiene necesidad de querer ser, porque ya es. Pero era pura supervivencia. Tu madre estaba muy mal. Tú eras pequeña. La ciudad parecía el resplandor del tesoro. Pero como todos los tesoros, era sólo un espejismo.
Tu padre no tuvo otra opción. Llegó a España cabalgando, como hacía en el desierto, pero esta vez cabalgó dos días enteros sobre las olas hasta llegar a una playa de Cádiz. Apenas puso el pie en la arena, se desplomó. Una familia cuidó de él hasta que se puso fuerte. Otra familia le dio un empleo hasta que pudo alquilar este piso donde estamos ahora. El cura del pueblo lo ayudó en la gestión de la reunificación familiar. Vosotros, los abandonados por Dios, estáis buscando un destino que os ayude a regresar a ese espacio lleno de estrellas y de luces tórridas. Tú, que tienes nombre de princesa, sueñas con volver a caminar sobre la arena tibia, y con sentarte al ascua del fuego de la tarde, frente al resto de la tribu de tu padre. Fátima te sonríe y asiente: ella te acompañará siempre porque eso prometió cuando aceptó en matrimonio a tu progenitor.
Cada día contemplo este pupitre que tengo a mi lado. Su vacío es una lanza contra los sueños de los niños, contra la esperanza de una vida mejor. Es una desesperación que muerde rabiosa mis ojos y no sé si apartarlo o dejarlo a mi lado como símbolo de tu paso por mi vida, como muestra de lo que pudo ser, si la ignorancia no hubiera vencido. Aquella noche de tormenta se quedaron tus ojos en blanco porque tuviste una subida de azúcar. Pero ni Omar ni Fátima sabían qué era eso. Así que, vueltas las palmas de sus manos al cielo, rezaron a Alá.
A la mañana siguiente Mercedes, la asistenta social, se presentó en la escuela a la hora del recreo. Nos informó a todos de tu muerte.
El desierto, he leído, es un espacio vacío. Tan vacío que uno puede escucharse el corazón y encontrarse a sí mismo. He viajado a tu desierto, Kella, para escuchar mi alma. He visto las estrellas caérseme encima. He oído susurrar al viento y he pedido a una tribu que me dejará vestir de azul. Pero en lo extenso de esas dunas, en lo volátil de esas arenas plateadas, no he encontrado un vestigio de tu presencia.
Un hombre muy anciano se ha hecho traducir y me ha dicho que deje a tu espíritu en paz. Yo le he preguntado que dónde puedes estar en este momento. Me ha sonreído y ha señalado a un grupo de niños que viven en este poblado. La traductora ha sido tajante: Kella está en cada uno de ellos: todos hablan bereber y aprenden su escritura. Todos recogen en sus pensamientos la enseñanza del desierto.
He sabido que sí, que permaneces, porque tu deseo de enseñar tu cultura ha sobrevivido a tu muerte. He decidido aprender yo también una brizna de tanto cuanto sabías. Porque ahora veo que la ignorante era yo, que lo único que conocía era la escritura, y tú me has enseñado el significado de las cosas.
El cielo en el desierto no es azul. El cielo en el desierto tiene el color del alma, y lo envuelve todo. El silencio del desierto no es tal, es una voz sosegada que te va explicando el misterio de la vida, el latido del corazón, la inmensidad de lo que significa ser persona.
María García es natural de Palamós, Girona (España). Esta profesora, licenciada en Filología hispánica y premiada con el Villa Portugalete (1998), colabora en revistas digitales como Cinosargo o Letralia. Aun adscrita a la narrativa corta, hecho que nos muestra aquí con El pupitre de al lado, un clásico relato con referencias postcoloniales, se le reconocen publicaciones en el campo divulgativo, como su artículo Estructura narrativa e intención moral: la función del prólogo y los discursos en El Desdeñado más firme de Leonor Meneses, Docente XXI, nº 16, pág. 42 h. 52.
Imagen y relato: © María García Trinidad
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