Bailar sobre meados
Kansas Jack estaba soltero. No le faltaban excusas para ello; en el noventa y cinco habían forzado a su gata Mimí, su mamá la habían ingresado en un manicomio desde que empezaron a emitir El equipo A y, en cuanto a él, una puta sifilítica le pasó una gonorrea más duradera de las que podía recordar. Después del escozor que le provocaba mear cuatro o cinco veces al día, ya no le quedaba otro gusto que automedicarse con supositorios. Una nueva forma de masturbación in vitro. Por desgracia, la farmacia más cercana estaba tan lejos que, cuando llegaba, sus glándulas intestinales ya no segregaban más líquido. Es por ello que el famoso pistolero de Arizona Metro, la línea 2 del Subway neoyorquino que había unido El Bronx con el Upper East Side antes del gran cataclismo, se las dio de novelista. Al valorar las posibilidades que le daba la profesión, se estremeció: no podía usar el recurso introspectivo, su vida ya le parecía una mierda suficiente como para recaer en una nueva depresión, y tampoco largar sobre argumentos técnicos, ya que la formación se acabó para él en la primera clase de las de multiplicar.
¿Qué podía hacer? Estaba en blanco, sabía que iba en la dirección correcta, pero un gran velo le impedía descubrir su camino.
Un día cualquiera, a media tarde, después de la hora omega (cuando la Alfa Centauri había deshecho la Vía láctea y la aurora desapareció con el desastre nuclear de 2019) encontró un libelo medio roído por las ratas (antaño insignes habitantes de los andenes), entre unas bolsas de basura y escombros de diversa índole: gafas de sol, lápices de labios mordidos, gomas por estrenar, otras a half, y otras que... Veinte kilos de rastrojos de inmundicia que hubieran hecho pillar la solitaria y más viruses por descubrir resultaban inocuos frente al potente agente inhibidor. Se llamaba Jack, Kansas Jack, se sobrevino de un solo pálpito. Sabía, había dado en el clavo. Y éste podía meterlo hasta el fondo. Alargó la mano y tocó el libro. Apenas quedaban tres hojas, pero por el aspecto de la cubierta, y el curioso nombre tejano de su autor, había hecho historia. Su meta estaba fijada, su objetivo vital se le había aparecido como el genio de Aladino en un mundo en caos. Cogió las barras de carmín, todos los papeles de periódico y la pintura blanca que encontró. Después de hacer un enorme mural en el alicatado blandito de la única pared de la station que se tenía en pie, estaba preparado para la proeza.
Se estrenó con un relato bastante sórdido, como su vida; y así, en casa, ante los espectadores que le contemplaban, un traje de amianto antirradiaciones y la chica semidesnuda que aparecía en la portada de la novelita de serie b que había recuperado, creía estar preparado para conquistar el éxito que había estado esperando. Todos le aclamarían. Ante todo, había descubierto la fórmula literaria perfecta de hacerse una paja mental sin causar daños a terceros. Hasta que se le presentó un poblema, el título de su nueva novela: Un forajido en Marte.
Ángel Brichs (Barcelona, 1979) es un experto en leyes y gestor patrimonial que se diverte desde chico con uno de sus grandes hobbies: la literatura. Capaz de participar en antologías ultramodernas, como la acuñada en Cuaderno de Legados, 1 (2010), escribir artículos de corte divulgativo (monográfico sobre el grafito en el núm. 25 de la revista de humanidades URTX, 2011), por no hablar de su trabajo ocasional como redactor en solitario de la sección cultural de la revista Rubricata (2010-2011); en Bailar sobre meados, se llena de todo su cinismo para desacreditar el mundo de la novela barata, realizando toda una parodia antiliteraria, mostrándonos los sinsabores de lo que nunca debe hacerse en literatura.
Relato: ©Ángel Brichs
Imagen: ©Wikimedia Commons
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