(Meditación ante mi cincuenta aniversario)
VOLVEMOS la cabeza
hacia nuestros errores del pasado
con la misma indiferencia
de un rayo de luz que atraviesa el aire.
Pisamos sobre el hacinamiento
de los días, sobre la ola de babel
que de repente rompe en esta playa.
Dueños de una quimera
que llamamos edad,
madurez, experiencia, armonía
y discordia, sosteniendo las dos
un centro donde somos.
Orgullosos de tan leve hazaña
de equilibrio, las juntamos y se
paramos a conciencia
esas dos aristas de uno; creciendo,
con los años, en sabiduría:
pero, en verdad, adquiriendo, sólo,
una técnica de supervivencia.
Nada más que un progreso en el oficio
de acomodarse a los inconvenientes
de la personalidad inestable
y del mundo incorregible ante uno.
No un crecimiento, menos un desarrollo
humano en sapiencia o felicidad,
en bondad o en hondura de sentir;
sólo un saber mejor pelar la cáscara
del huevo antes de comérnoslo a la fuerza,
nada más que un aprendizaje absurdo,
un truco de víctima, una forma
de olvido de la experiencia en los brazos,
igual que un niño, de la inmadurez
de esta infancia vieja
donde seguimos haciendo balance
del amor que nos tienen los demás,
y que casi nos deben
por nuestra soberana condición de individuo.
A lo sumo, habiendo aprendido, a duras restas,
que la suma es siempre
menor que la cantidad de partida.
¡Habiendo aprendido a endurecernos!,
de ese modo, adquiriendo
una técnica de supervivencia.
Muy lejos aún de la verdad sencilla
de que madurar es dar amor a otros,
la verdad solamente que pudiera
transformar el paso y cambiar nuestro interior
preguntándonos cuánto les debemos
y cuánto amor tenemos para darles.
Es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Madrid y codirige la revista digital Ágora: www.agoralarevistadeltaller.blogspot.com.
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