Desde niño, Darío siempre había sido alto, un chaval enorme para su edad… En este caso, la genética no tenía nada que ver porque sus padres y hasta sus familiares más directos, eran más chaparritos que otra cosa. Los demás niños eran crueles, y le llamaban monstruo y ogro gigante… En su adolescencia, hasta tejieron una falsa leyenda en la que devoraba a sus amigos y vecinos para hacerse más fuerte y alcanzar tales altitudes tan anormales, así que decidió unitariamente que iba a dejar de escuchar.
Sin embargo, su sordera planificada no hizo que dejara de crecer, y un día se encontró con que había perdido demasiado por escatimar el significado de otras cosas de la vida:
Su madre le decía a Darío que le regara las plantas del jardín, pero en vez de eso, se acomodaba en la tumbona para ver que tanto ascendían, que su casa desapareció, y fue a buscar otro lugar donde se le abrieran las puertas…
Su amante le había pedido que cuando llegase al firmamento le atrapara la estrella que más brillara, pero cuando pudo hacerlo, se enamoró de la más deslumbrante, y apartó a su antiguo amor porque le parecía vulgar y mediocre…
Su amigo le menciono que le cuidara sus bienes en su ausencia, pero Darío pronto se cansó de esperar, y abandonó su puesto de vigilancia, haciendo de su camarada el más miserable cuando volvió, y vio que todo se lo habían robado…
Su perro ya había dejado de ladrar porque tenía hambre, y agonizaba a sus pies sin que Darío se percatase porque estaba demasiado entretenido jugando con las constelaciones.
Lo triste era que Darío realmente había perdido ya toda su audición, y cuando se diera cuenta de todo lo que se había disipado en el camino, por querer olvidarse de lo que podía ser vulnerable, no podría hacer nada para recuperar lo que tuvo y no supo apreciar.
Introducción:
©LITERATURA DEL MAÑANA
De las imágenes y poemas:
©Pilar Ana Tolosana Artola
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