"Lo simbólico y lo real son dos términos más próximos de lo que a nosotros, a menudo, nos parecen. No hemos de trivializar; este cuento no trata un tipo de suspense que yace en la misma línea de Hitchcock; en sí, permite introducirnos en lo que está detrás de un delgado y finísimo velo que separa nuestro estado racional del inconsciente, permitiéndonos ver lo que sucede a nuestro alrededor desde un calidoscopio que dibuja las imágenes "narradas" más oscuras de la psicología del individuo y su transcripción en el mundo de los vivos".
A. Brichs
escritor y crítico literario
Ernesto miraba el techo como esperando que le diera una señal, algún guiño, un hasta siempre, quizás, un dormite de una vez. Sin embargo la fiebre no le permitía relajarse, temblaba, de a ratos, con el calor, con el repentino frío que se colaba por sus sábanas.
La puerta cerrada no le permitía oír los murmullos que seguramente lo evocarían en la sala, su madre, allí, y Maitén.
Maitén. Maitén que no paraba de llorar, probablemente habría salido de la habitación por ello, para no angustiarlo con su propio dolor. Su madre que debía estar abrazándola mientras le acomodaba la blusa coral y le corría el pelo de los hombros, como despejándole el pecho y el cuello.
En la ventana, acomodado bloqueando el único espacio que permitía que se filtre algo de luz solar, el gato gordo y antipático, que de a ratos lo miraba de reojo burlonamente, sin sonreír.
Serían las dos de la tarde, con suerte las tres. Sabía que el calor era intolerable, pero no podía prescindir de las frazadas, el frío lo azotaría sin piedad, otra vez. La nieve comenzaría a brotar del maldito techo nuevamente, luego se derretiría porque haría de nuevo calor llenando el piso de agua, y frío repentinamente, que congelaría el agua del piso volviéndola hielo, hielo que podría hacer que Maitén o su madre al ingresar en la habitación patinaran y cayeran y quizás se partieran la cabeza y el que tendría que llorar sería él.
Pero Ernesto no estaba con ánimos de llorar. Si sólo pudiera sacarle una sonrisa a ese gato… Sabía que la realidad distaba muchísimo de esa posibilidad. Sabía que moriría sin haberlo escuchado reír, sin haber conocido sus dientes. Desagradecido gato gordo, pensaba, desagradecido.
Golpes suaves en la puerta. Ernesto aclaró su voz para poder darle ese tono agonizante que tanto precisaba. Pasá Maitén. Se abrió la puerta con ese crujido que hacía que tanto le fascinaba (de chico pasó demasiadas horas abriéndola y cerrándola sólo por ese placer). Entró sigilosa, como si caminara en puntitas de pie. Acercó el sillón a la cama y se sentó como si se estuviera acomodando en una nube. Estaré muerto ya, pensó Ernesto, y ella no pudo aguantarlo y se arrojó a las vías del tren para acompañarme. Imposible, era el olor del gato el que invadía aún la habitación. No lo creía capaz de seguirlo, con toda su antipatía y su indiferencia.
Ella no tenía rastros de dolor en las facciones. Tenía el maquillaje intacto, una sonrisa disimulada pero que denunciaba una presencia reciente. Él estaba seguro de haberla visto llorar. Quizás lo había imaginado, producto de las alucinaciones que podían conllevarle tan alta fiebre.
Cruzó las piernas y encendió un cigarrillo lentamente, como esperando que Ernesto tosiera. Se levantó y caminó sensual y pausadamente hasta la ventana, empujó al gato hacia adentro (siempre que era desplazado de algún lado hacía un ruido que perturbaba demasiado a Ernesto, seguramente lo sabía y por eso lo seguía haciendo). Levantó la persiana y el Sol lo invadió todo, filtrándose por cada rincón de la habitación.
Esperaba ansioso por esa luz, pero al llegar, en el fondo le molestó, quizás por no haber podido proveérsela él mismo. Las cuatro, seguramente eran las cuatro de a tarde ya. Además de la luz, comenzó a ingresar un calor agobiante por la ventana. El gato se había subido a la cama y estaba a sus pies. Lo hubiera pateado de no quererlo tanto.
Su mamá ingresó bruscamente por la puerta, sin golpear, sin aviso. Traía consigo una bandeja con una tetera y tostadas. Tres. Tres tostadas. Ni una más ni una menos. Sabía que en el fondo quería alterarlo.
Sonó el timbre. Ambas salieron de la habitación dejándolo a solas con el felino que seguía sin mirarlo. Media hora había pasado, al menos. Puerta que se abre sin previo aviso otra vez, pánico que estremece cada rincón del cuerpo, sudor, calor, frío, miedo.
Ambas ingresaron bruscamente, Maitén cerró nuevamente la persiana, la madre bajó al gato de la cama que hizo su horrendo ruido acostumbrado, y caminaron apresuradamente hacia la puerta, mientras él preguntaba qué pasa, quién era. Maitén dio media vuelta, se acercó a la cama, le dio un beso en la frente y le tapó la cabeza. Era el médico Ernesto, hoy tampoco te vas a morir.
La puerta se cerró de un golpe mientras él escuchaba al gato reír, por primera vez.
Del relato:
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1 comentario:
Los dos primeros cuentos parecieran escritos por el mismo escritor. Los dos muy bien llevados, con un algo de misterio en el fondo. Como dice Ángel Brich, "Lo simbolico y lo real son dos términos más próximos de lo que a nosotros a menudo nos parecen"
Interesantes relatos.
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