El traqueteo sin pausa de los rojos raíles del tranvía de Plovdiv se metían en tu sesera, tan pronto habías dado diez pasos en la Avenida Cirilio y Metodio. Una chica rubia, esbelta, preciosa, presumía de una figura de modelo, mientras luchaba por ganar unos pocos levs, haciendo un par de favores sexuales, acechada por la fauna local que vagaba por las intransitables callejas llenas de escombros, ratas del tamaño de gatos siameses y edificios cochambrosos de la pasada época comunista.
De la cuna de la gran civilización tracia y la delicada y hermosa población de juguete que había sido, no quedaban nada. Amplias extensiones de polígonos industriales, donde se confeccionaba gran parte de la producción textil europea, habían truncado el inhóspito e idílico paisaje que formaron otrora unas pocas fábricas de vodka moskovskaya y los bosques de alamedas y sauces que las rodearon.
Los habitantes cambiaron la tambura y la Martenitza por Madonna y David Beckham. Al ruso ya se le veía como un intruso, y al gipsy se le odiaba profundamente.
La economía de mercado se había ganado a aquellas gentes, las cuales, hasta hacía poco tiempo, habían vivido “manipuladas” y alienadas por un orden político-económico caduco y pasado de moda. Una revolución social y económica había calado de forma irreversible en la mente de los búlgaros. Una forma que les había resucitado de las cenizas del cementerio donde se les había encerrado hasta entonces. Pero dicho cambio exigía cobrarse una víctima; el cambio ordenaba sacrificios.
No por menos pudo, por ello, el cerebro taciturno del caballero inglés, con abrigo largo de lana y gorro de alas moscovita, de plantarse ante la golfa exhibicionista.
Ya se relamía los labios, obtusos, como su depravado interés en dar rienda suelta a su impenitente libidinosidad con la joven muchacha de diecinueve añitos, que se ofrecía ante él. Una mirada fría e impersonal bastó para dibujar lo que le apetecía. La chica le sujetó de la mano y se lo llevó por una galería de corredores, cruzando el umbral de la puerta del edificio, que había permanecida cerrada hasta el momento. Dos plantas de escaleras con peldaños multiformes y barandas descolgadas por la oxidación les llevaron hacia un vestíbulo en el que una puerta repleta de arañazos y golpecitos de todo tipo se les mostró delante suyo. La rubia sacó otra llave de su bolso “Dior” fabricado en China, para abrir de un golpe seco la puerta del apartamento de cuarenta metros en el que vivía.
Levka, la joven búlgara que acompañaba a turistas incautos como ése, le prepararía un cóctel rabioso de pasión eslava que, estaba segura, iba a dejar satisfecha a la débil y escuálida pinga albina del “medium sir” que tenía ante sí.
El “english man” estaba alegre; sus pounds le darían lo que pedía; al fin y al cabo, estaba negociando con una presunta capitalista, y tras su puerta hallaría la felicidad.
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2 comentarios:
Me gustó bastante el relato. Fácil de leer, ágil, refrescante. Pura literatura.
Saludos cordiales,
Hasta pronto.
Me encantó ese trasfondo político, el simbolismo de la rubia y de la seducción.
Muy bueno Ángel.
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