Una mirada sobre Londres
Araceli Otamendi
Buscaba algo sobre John Donne y encontré algunas anotaciones de un viaje a Londres que hice en 1981. En esa época trabajaba y aun no tenía hijos. Ya estaba casada. Llego a Londres Setiembre de 1981. Estoy en Londres. Vine para acompañar a mi marido en un viaje de negocios. El es un ejecutivo de una compañía con sede en Buenos aires, representa empresas europeas. Viajé sola. En el aeropuerto de Heathrow tomo un taxi, un Morris Cooper, un auto enorme y negro. El asiento delantero está separado de los de atrás por una superficie de vidrio. Sólo hablo dos veces con el conductor: la primera para decirle la dirección del hotel adonde voy, la segunda para pagarle el viaje con unas libras y peniques, en monedas. En el avión que me traía a Londres conocí un hindú que hablaba perfecto inglés. Era un científico becado en una universidad argentina y volvia a trabajar a Inglaterra. Nos mostró a otra argentina y a mi las monedas con que pagaría el viaje desde el aeropuerto hasta su casa. Eran libras y peniques. Hacía más de tres años que no estaba en Inglaterra y aún las monedas le servían. Casi no hay inflación en Gran Bretaña dijo.
A navegar por el Támesis
Apenas dos horas después de llegar al hotel llamó mi marido por teléfono: él aún estaba en una convención, y, en un rato, me avisaba, nos pasaban a buscar por el hotel para ir a navegar por el Támesis. Pensé que iba a navegar en un velero y me vestí con jeans y un pullover, bien deportiva. Me equivoqué. En la puerta del hotel nos esperaba un Jaguar nuevo con chofer y galera y ahí me di cuenta que el viaje por el Támesis iba a ser algo más que una vuelta en un barco de vela. En el trayecto desde el hotel hasta el barco, pude ver algo más de Londres, reconocí en algunos edificios la arquitectura de algunos lugares de Buenos Aires. Me resultaba una ciudad familiar. En el muelle no nos esperaba un velero sino un enorme barco iluminado. Adentro había una fiesta para todos los hombres de negocios que asistían a esa convención. Había llegado mucha gente. Ibamos a comer mientras navegábamos por el Támesis. Me senté con mi marido y dos de los ejecutivos de la empresa anfitriona. Uno de los hombres se asombraba de que fuera tan joven y estuviera casada. O tal vez no se asombraba y lo fingía. El inglés hablaba en perfecto castellano y era amable. Nos preguntaba acerca de la situación que se vivía en la Argentina. Estamos en una dictadura, esperamos estar pronto en una democracia, dijimos. El dijo que no sabía lo que era vivir en una dictadura. Durante la comida escuchamos un conjunto musical, dos hombres y una mujer que tocaban la guitarra y cantaban y algunos de los invitados bailaron. Después de un rato hablábamos de espectáculos. Yo quería ir al teatro, a ver alguna obra de Shakespeare. Entonces el inglés me recomienda ver la ópera rock “Evita” que se estaba representando en Londres. Nos cuenta el argumento. Esa ópera tergiversa bastante la verdad de la Argentina, la verdad histórica, le contestamos. El inglés nos preguntó entonces por qué, ¿no era cierto lo que mostraba la ópera? Era largo de explicar, tratamos de que nos entendiera. Finalmente el teatro quedó descartado. El Támesis iluminado de noche donde circulan barcos es un espectáculo lindísimo. Las luces de los barcos se reflejan en el agua, parecen soles diminutos encendiendo la noche. Las aguas de este río fueron limpiadas y son ahora transparentes. Pienso entonces en el Riachuelo, nuestro Riachuelo, tan sucio y negro. ¿Por qué no pudimos lograr limpiarlo, tener aguas limpias como las del Támesis? Al volver al hotel ya no nos llevará el Jaguar sino un ómnibus contratado especialmente para los invitados de la fiesta. Viajan muchos ejecutivos europeos, entre ellos italianos. Algunos han bebido en exceso durante el viaje en barco. Uno de ellos, bastante borracho me dice algo en italiano, algo así como que no estoy casada y qué hago ahí. Le muestro la alianza de oro en el dedo anular. Estoy casada por civil y por iglesia le digo. Se queda callado, está borracho, no le hagas caso, dice mi marido. Unos días después, en una comida de cierre de la convención, tendré que aguantar otro comentario, esta vez de un español sentado a la misma mesa donde estamos mi marido y yo. Antes de que el presidente de la compañía inglesa haga el tradicional brindis por la reina ,“Save the Queen”, el español se referirá a los sudamericanos como “sudacas”. Habla en general, refiriéndose a gente de Sudamérica. Soy argentina, no soy sudaca, pienso. Es la primera vez que escucho a alguien pronunciar esa palabra delante de mi. Nos cruzamos miradas con mi marido. A los argentinos y a los sudamericanos en general nos dicen sudacas, me dice él. Tengo ganas de que la comida termine pronto y salgamos de ahí.
Recorro la ciudad
Perderse por las calles de Londres resulta un juego interesante. No tengo tiempo para visitar museos, quiero ver gente, conocer las calles. Es la manera en que entiendo los viajes, los lugares. Entrar en un bar y tomar un café puede enseñarme más sobre una ciudad que mirar los cuadros, por ejemplo. Entonces entro en un bar a tomar café y me encuentro con mucha gente mal vestida, hombres con la barba crecida y aspecto de mendigos tomando café por unos pocos peniques. Me gusta mirar las caras, escuchar las voces, estar en otros ámbitos. También por la calle veo mucha gente de piel oscura, seguramente de origen oriental, de países árabes, de la India. Los colonizadores reciben ahora el flujo de la inmigración de los países que colonizaron. La gente de esta ciudad en general es amable. Distingo a los típicos habitantes ingleses porque visten con traje oscuro, sombrero y paraguas colgado del brazo. Me parecen sumamente formales. También hay mucha gente joven vestida de manera informal. Compruebo varias veces que la arquitectura de la ciudad es parecida a muchos lugares de Buenos Aires. Quiero ir a Liverpool, la ciudad de los Beatles, pero es lejos. A la tarde, casi de noche se ve en los pubs mucha gente bebiendo. Casi toda gente que ha salido del trabajo bebe unas copas antes de regresar a su casa. A los hombres que están en los pubs se los ve salir un rato después con las mejillas de color rojo encendido, señal de que han bebido bastante. Es costumbre, me dicen, ir al pub después del trabajo. Entrar a uno, asomarse ahí adentro es como entrar a una nube de humo de cigarrillo y olor a alcohol, voces de muchas personas hablando al mismo tiempo y música. Lo otro es caminar cerca del Támesis, ir a Hyde Park. Este es un parque donde hay sillas reposeras de lona y donde la gente se sienta tranquilamente. También hay bancos de madera cerca. Ningún banco está dañado, otra señal de que estoy en un país del primer mundo.
La Catedral de San Pablo
Decido visitar iglesias, la Abadía de Westminster y la Catedral de San Pablo. En esta última se casó Lady Di. Cuando la visito está todavía el ramo de novia de Lady Di en una vitrina y están también en todas partes, por todos los rincones de Londres recuerdos de ese casamiento. Compro una moneda, que aún conservo. De un lado está la cara de Lady Di de perfil, del otro, los perfiles de ella y del príncipe Carlos. ¿Quién sabía que todo iba a terminar tan mal? Que de Lady Di iba a quedar sólo el recuerdo de esa mujer joven que se hizo querer por su pueblo y que se convertiría años después en un mito. ¿Quién sabía, ahora me pregunto, que pocos meses después de estar ahí la Argentina entraría en guerra con Inglaterra? Apenas unos meses después Charly García iba a componer “No bombardeen Buenos Aires” donde dice: “Pero no bombardeen Buenos Aires....Los gurkas siguen avanzando, los viejos siguen en TV, los jefes de los chicos toman whisky con los ricos mientras los obreros hacen masa en la Plaza como aquella vez...”. También Jorge Luis Borges se iba a referir a la guerra de Malvinas en el poema “Juan López y John Ward” que finaliza con los versos: “Hubieran sido amigos pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno Abel. Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen. El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender”. La catedral me impresiona, es enorme, imponente. La cristiandad llegó a Londres en los primeros siglos d.C. y la Catedral existe desde el año 604. Ahí edificaron su catedral los anglo-sajones, los normandos la reconstruyeron – desde 1180 en adelante – y llegó a ser una de las iglesias góticas más grandes de Europa. Después de su destrucción en el Gran Incendio de Londres en 1666 fue reconstruida por Sir Christopher Wren y es su obra maestra. Sobrevivió los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y más de dos millones de personas la visitan durante el año. Pagando una moneda puedo escuchar a la mañana un coro de voces maravillosas. Es un sitio histórico, guarda además, los restos del Almirante Lord Nelson y del Duque de Wellington. Hay capillas alfombradas como la de la Orden del Imperio Británico. La orden fue creada por el rey Jorge V en 1917, en un momento crítico de la primera guerra mundial. Para quién doblan las campanas Finalmente encuentro lo que buscaba: la efigie de John Donne, poeta y adivino (1573-1631). Fue la única estatua de la Catedral de San Pablo que quedó ilesa del Gran Incendio. Donne fue quizá el más apasionado de los poetas isabelinos y también un profundo filósofo cuyos pensamientos y escritos aún ejercen su influencia. El gran poeta, ya enfermo se envolvió en una mortaja atado de pies y cabeza y con los ojos cerrados posó para un retrato que dio origen a la escultura que estoy viendo. El poeta guardaba el retrato como un constante recordatorio de su mortalidad. Isaac Walton, su biógrafo cuenta que Donne hizo la estatua mirando hacia el este porque de ahí él esperaba el Advenimiento del Señor. Después de su muerte, el retrato fue entregado a Nicholas Stone para que hiciera la efigie tamaño natural. Con la iniciativa del rey Jaime I se hizo sacerdote y seis años más tarde lo nombraron Decano de San Pablo donde se hizo famoso por sus maravillosos sermones. En su libro “Devociones” Donne escribió estas palabras, repetidas en tantas ocasiones: “Ningún hombre es una isla, entero en si; cada hombre forma parte de un continente, parte del conjunto... La muerte de un hombre me disminuye porque soy parte de la Humanidad; por lo tanto nunca averigüé para quien doblan las campanas; doblan para Vos”. Le encuentro sentido a la frase. “Por quién doblan las campanas” ese es el título de una novela de Hemingway, una de las que más me gustan del autor norteamericano. Leí casi toda la obra de Hemingway en mi adolescencia.
La Abadía de Westminster
La Abadía de Westminster es de otro estilo, me queda muy cerca del hotel. Lo primero que llama mi atención al entrar es la Tumba del Soldado Desconocido rodeada de amapolas rojas de Flandes. La leyenda atribuye la fundación de la Abadía a Sebert, rey de los Sajones del este, muerto en 616, bajo la influencia de Mellitus, primer obispo de Londres. Mallory, en su Morte d Arthur, narra cómo en tiempos aún más remotos el rey Arturo organizó un torneo no lejos de allí: de cómo la reina Ginebra festejaba el mes de Mayo en prados cercanos y de cómo el cadáver de la hermosa Elaine fue llevado en una falúa por el Támesis para ser enterrado en Westminster con todos los honores. Nadie se a atrevido a apuntar la posible sepultura de Elaine en la Abadía, aunque sí se muesra la tumba de Sebert erigida por los monjes en 1308. Nuevamente, por una moneda, puedo escuchar un bellísimo coro. Durante las horas del servicio religioso la abadía rinde tributo a lo mejor de la música inglesa y a los compositores ingleses de música sacra. Es el lugar de coronación de los reyes. También hay un Museo de cera donde se pueden ver estatuas de personajes famosos como Lord Nelson y Carlos II. No me gusta mucho el Museo de cera, aunque es interesante conocerlo.
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El cambio de guardia
Una mañana me empecino en ir a Buckingam Palace a ver el cambio de guardia. No estoy sola, hay cientos de turistas que como yo quieren ver el espectáculo. En las puertas del Palacio me encuentro con un español y dos colombianas y es inevitable conversar con ellos. El español nos cuenta que ha alquilado un auto y ha recorrido ya unos cuantos kilómetros de Inglaterra. Le pregunto cómo es manejar con el volante a la derecha y me explica: vas por el otro lado, adelantas por la derecha, haces al revés de cómo manejas siempre. Las colombianas me cuentan cómo son las playas de su país, de arenas blancas y agua transparente. El cambio de guardia implica que un montón de soldados de uniformes rojos y sombreros negros desfilen, marchen, y participen de una ceremonia que no entiendo muy bien, es en sí mismo un espectáculo. Después de un rato termina y los turistas se dispersan. A la tarde convenzo a mi marido acerca de alquilar un auto, le cuento lo que me ha dicho el español.
El viaje en auto
El auto se maneja como cualquier auto, sólo hay que adaptarse a la circulación que es distinta. Es lindo recorrer la campiña inglesa, el pasto es muy verde y a lo lejos se pueden ver cada tanto algunos castillos. Quién sabe quién vive en ellos . Recorremos el sur de Inglaterra. Entramos a pueblos con casas que parecen salidas de postales, las calles están asfaltadas y casi no hay veredas, es uno de los tantos detalles que hacen que me dé cuenta de que estamos en el “primer mundo”. Llegamos a Southampton. Mi marido sigue trabajando ahí, yo me dedico a mirar. El paisaje, aunque nublado, es siempre bello.
El tren
Unos días después nos vamos a Dover en tren. En Dover vamos a tomar el overcraf para cruzar el Canal de la Mancha y llegar a Calais, el siguiente destino es París. Tomamos el tren en Londres. Es un tren del “primer mundo”, los asientos tienen el tapizado nuevo, no hay nada roto. En él viajan turistas de otros países europeos y también ingleses. Después de un rato de andar lo primero que advierto es que dos parejas que viajan en los asientos al otro lado del pasillo se cambian las medias y los zapatos delante de todos, como si los demás no existieran. Tienen aspecto de suecos o de alemanes. Los miro, conversan entre ellos. Después miro el paisaje, la campiña inglesa. A lo lejos se ven algunas ovejas pastando y algunos castillos. Llegamos a Dover
Dover es la ciudad de los acantilados, unos preciosos acantilados blancos. Vamos a tomar el overcraf que nos llevará a Calais. El hovercraft es una embarcación que circula sobre un colchón de aire. Lo veo llegar: para que bajen los pasajeros el colchón de aire se desinfla. Antes de partir se vuelve a llenar de aire. Hay tormenta, llueve a cántaros. El mar está encrespado y gris y las olas son altísimas. Como estamos en el primer mundo el barco partirá igual, haya o no tormenta. La sensación de navegar sobre el colchón de aire con tormenta no sé si no es peor que volar en avión en iguales condiciones meteorológicas. Así nos alejamos de Dover rumbo a Calais, Francia. Miro el mar, las olas son enormes y el overcraft se mueve continuamente. A través de las ventanas se ve cómo cae la lluvia y el cielo gris fundido con el color gris del mar. Me voy de Inglaterra con cierta pena: no pude visitar la ciudad de los Beatles. En definitiva no sé si me importa, ahora el destino es Francia donde voy a escuchar otras voces, visitar otros ámbitos.
© Araceli Otamendi
1 comentario:
Justamente hace poco he comprado Pasajes a
Londres para ir con mi familia, por ello creo que este texto me viene en el momento justo para disfrutarlo
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