"Seguidamente les presentamos en LITERATURA DEL MAÑANA una serie de relatos breves en los que se darán cita algunos de los elementos que el escritor Ángel Brichs nos tiene tan acostumbrados, acompañándonos de nuevo con el olor de la fritanga y su salacería, utilizando, de nuevo, sus nuevos personajes fetiches: el gigoló, la fumadora, los especuladores y algun@s otr@s, que el autor, manipula a su antojo para mostrarnos las distintas caras del ser humano de nuestros días, con su siempre tan osada como realista visión de la sociedad y los tabúes que ésta esconde".
LDM
Amor por estudios (relato)
“Mi relación con Jessika había llegado a un punto muerto. Sabía que, en cualquier momento, tanta ira contenida explotaría. Sólo cabría una duda: ¿quién de los dos daría primero el paso fatídico?"
Cuando era pequeño, la vida me daba muchos palos. Uno de ellos era que los compañeros del colegio me tomasen por el empollón de la clase, y eso me dolía. La diferencia entre el empollón y el listo es que el primero recibe los golpes y el segundo, ordena a quien han de ir dirigidos.
Por fortuna, esas muchachadas son olvidadas cuando pasas la pubertad y te encuentras solo frente al mundo. Tan pronto pisas el campus universitario donde labrarás tu porvenir, o te quedarás en un “por venir” tan sólo, te das cuenta de que aquellos palos que te habían dado no habían sido tan malos. Al menos, ésos indicaban un “compañerismo”, un deseo de dialogar, de compartir la vida con los demás, aunque fuese a golpes. Por contra, en la universidad, por mucho que buscases, te dabas cuenta de que te hallabas completamente solo. Detrás de las buenas caras y algunos ligues efímeros se encontraba la frialdad, la cual tomaba la forma del individualismo más salvaje jamás visto ni existido. Allí comprobabas que todo sentimiento era mentira, una fachada temblorosa que se desvanecía como un castillo de naipes que escondía el verdadero interés de todos tus nuevos compañeros de estudio: formarse para lograr ese, antes comentado, porvenir.
Lo peor que te podía suceder era romper ese esquema; es decir, exponerte a ese fracaso que tanto odiabas. Eso podía ser propiciado por numerosos factores, el más importante de los cuales era, sin duda, el liberalismo.
La liberación que supone para cualquier joven de dieciocho años el mismo hecho de poder comenzar una carrera, con todo lo que eso conlleva, en cuanto a libertad de obrar, ser, pensar y decidir, era suficiente para enloquecer a cualquiera. Allí, lo veías todo posible y, un infinito deseo de rebelión contra ti y tu entorno te sobrevenía como una andanada de fuego y metralla contra la imagen carcelaria de todos aquellos años mozos que habías vivido subordinado a los futiles intereses de tus padres y de tu familia.
Pero lo peor de todo no era hacer campana ni meterte una raya o fumarte un trippie. Esos eran adicciones muy malas, pero sólo eran delitos pasajeros; accidentes sin importancia que pasaban pronto, cuyos efectos sino trascendían en tu estado anímico y no los tomabas en serio o te obsesionabas con ellos, resultaban ser de corta duración. No, lo peor no era eso sino el mismo centro y base de la más alta cota sentimental habida o por haber, y por la que hombres y mujeres han luchado hasta el agotamiento durante los albores de los tiempos: el amor.
Siempre había sido –o mejor dicho, me había considerado– una persona fría y calculadora. Sabía como evolucionar ante cualquier situación. Hasta que la conocí.
Se presentó frente a mí con todas sus galas. Fue imposible resistírsele. El primer contacto fue algo apocalíptico. No fue un flechazo ni una presentación (ésas que te sirven como intermedio entre un amigo y la amiga que él te presenta). Fue algo físico, instintivo, animal. Y al mismo tiempo, igual que el final de esa película recién estrenada hace semanas, una “tensión sexual no resuelta”. Lo cierto es que, causa o no, el efecto fue devastador, satúrnico. Como nuestras vidas, o sea, la mía y la de ella. Por eso, Jessika y yo, pese a nuestras rencillas y enlaces rotos y e-mails vengativos, estamos juntos todavía; y es que en la vida, igual que en el amor, no todo es amistad ni felicidad; y fue allí, en el altar, donde aprendí que la suma de muchas diferencias puede ser el motivo de la unión más estable jamás concebida. El problema, claro está, es que para ello necesitas un anillo de oro macizo y un buen seguro de vida, y eso no está al alcance de todos ni todas. Por eso me casé con ella.
El elogio de la política
“De un paraíso tropical a otro continental y europeo no hay diferencias. Lo que en un sitio son satanes de verdad, en el otro lo son disfrazados”.
Paco era el tío más bobo de A Coruña. El tonto laba no arrancaba diez palmos del suelo y se las daba de gran jefe; sin serlo, claro. No sabía de nada y no tenía estudios tampoco. Sin embrago, tenía algo que los de arriba carecían: mala leche. Por eso lo escogieron. Cuando empezó a repartir nadie le hacía caso, pero poco a poco le fueron respetando hasta que no quedó ninguno de los jerifaltes que le apoyaron.
La oficinista
“Desprendía una humareda tan grande que parecía estar ardiendo entera”.
Se trata del efecto psicológico, algo básico en el trabajo. Supongo que, por una cosa u otra, los jefes la pusieron allí. Lo malo es que la razón era más propia del Infierno que de la Tierra, en donde nos encontrábamos, aunque a veces no supiéramos diferenciar el uno del otro.
Los cosacos del Don
Dicen que los Urales y la estepa caucásica desde la cordillera del Elbruz al Mar de Aral representa la línea geográfica transparente que divide Asia de Europa. Allí, dos mundos se encuentran. La mezcla de dos pensamientos, culturas y forma de vida chocan, se entremezclan y anuncian divisiones. Pero también aluden a romanticismos de frío y nostalgias y sentimientos irracionales.
Mi amigo me cogió del hombro y me dijo en medio de la polka que interpretaba el ballet ruso que había venido a Barcelona:
-¿De veras te gusta ésto?
A lo que repuse: -Pues, a decir verdad, no.
-¿Y por qué lloras?
-Porque Svetlana, mi compañera de piso, se acaba de romper un tobillo.
La suerte avanza despacio
Buscaba un hotel, pensión o albergue. ¡Me daba igual! No conocía la ciudad y pregunté. Pronto salió un joven que me dijo: -¡Vaya allí! Es una pensión, quizá esté abierta.
Seguí su consejo y entré en el edificio. En efecto, la puerta no estaba cerrada. Como no había nadie en la recepción, subí las amplias escalinatas que te conucían a la planta superior. Al llegar al hall, me encontré con multitud de cabinas prefabricadas, de color verde, vistiendo los interiores del macroedificio decimonónico. Y al lado del ascensor, cinco individuos, tres hombres y dos mujeres mirándome fijamente, embelesados ante mí; un estado de sorpresa indescribible y un fulgor en sus ojos me indicaron lo contrario. Cuando vino el asistente, el cual me dio la dirección de un albergue próximo, tras contarme que esa asociación ya no funcionaba como tal, me di cuenta de que yo no era invitado grato en ese lugar y que mi interrupción en el espacio de esas personas enfermas no era precisamente una buena señal para ellos. Quizá porque les daba esperanza. Esperanza que no tenían y yo sí. Luego fue cuando descubrí que tener suerte no es igual a tener dinero, y aunque ella avance despacio, muchos podemos dar gracias a la que tenemos desde que nacimos.
Cincuenta y dos días comiendo salchichas
“Siempre me pareció de broma esa denominación de “gulas del norte”. ¿No había de otro lugar? Lo cierto es que la gula y las gulas van juntas de la mano aunque, a veces, no sabes dónde empieza una y acaba la otra”.
Cuando estuve en Checoslovaquia hace diez años, con la empresa en la que trabajaba, International Exporters Co., me di cuenta de lo equivocado que estaba.
Los “utopenec” eran el plato preferido del país, y más todavía de la zona en que mi empresa tenía su factoría. Se podría decir que pocas delicias culinarias o ninguna había en Prostêjou. Consecuencia de todo ello es que haya aburrido el fast food de por vida, excepto, y no sé por qué, ni siquiera lo sabe mi psicólogo, la chistorra y la malagueña, y cuanto más grandes, mejor. A veces me creo una salchicha gigante en mí mismo. Quizá sea el impulso irrefrenable para conseguir zafarme de esta camisa que lleva mi nombre y traspasar los barrotes de mi habitación, para salir al exterior, y hacer una vida normal.
El teléfono
-¡Cógelo!
Había entrado en el cuarto de Juan para cogerle el aparato; esos bichos telemétricos que miden el espacio con el sonido. Lo malo es que, por mucho que buscara, no lograba dar con él. Y es que es dificil oírlo si te has dejado el audífono en casa. Luego es cuando te preguntas para qué sirve algo que no puedes utilizar.
¡Ni por asomo!
-¡No fumaré!
-¡No tomaré drogas!
-¡No beberé!
-¡No lo haré mamá! ¡Nunca!
-¿Y qué harás hijo? ¿Hacerte cura?
-¿Como lo has sabido, mamá? Así podré hacer todo eso sin que me digan nada. Genial, ¿no?
El sepulcro ahumado
Una maleta en el Prado
En 2009, cuando fui a Madrid en uno de esos viajes de trabajo que todos hacemos de vez en cuando; de esos que te hacen que des varias vueltas por Lavapiés y Ministerios; vueltas que das viendo el museo del Prado en todo momento, pero sin poderlo tocar. Aunque no fuera durante mucho tiempo pude, con todo, visitarlo.
Me quedaban cincuenta minutos para llegar a Barajas y por ser las seis de la tarde y viernes, la visita me había salido gratis.
Cuando entré por la entrada lateral, la que se accede por los jardines del Retiro y que conecta con las colecciones del Siglo de Oro y, a su tiempo, exhibiciones permamentes, me pararon al verme pasar dos agentes de seguridad. De pronto, vi que se fijaban bastante en mi maleta. Poco bastó para hacerme entender que se la debía entregar.
Mi visita fue corta. Apenas doce minutos, entre los que quizás me detuve, máxime, en las colecciones de Flandes y algunas piezas del arte sacro renacentista y un par de retratos. Aunque se celebraba el aniversario Bacon, no me daba tiempo ni quería ver su obra. De verdad, no me ponía. Regresé a información a recoger mi maleta. Me dijeron que la estaban buscando. Me dijeron que no estaba y, aunque primero -no sé si por tranquilizarme o porque vacilaban, al no saber encontrarla- yo me cagué. Los minutos pasaban deprisa y me quedaba poco tiempo para perder el vuelo.
Fue entonces cuando Bacon no me pareció tan insulso y quise echarle un vistazo antes de irme. Luego fue cuando me avisaron por el altavoz. Estaba a un centímetro y medio de cruzar la puerta de acceso a la expo del americano. Y aunque quería entrar a toda costa, mi reloj echaba humo y el avión también.
Cogí la bolsa, la cual, por un extraño sentimiento de irracionalidad, ya no apreciaba tanto como antes; cogí un taxi, facturé en el aeropuerto, subí en el avión, llegué a Barcelona y cuando cogí el taxi de regreso a casa, le dije al conductor que me dejase en la esquina de la Ronda St. Antoni con la calle Pelayo. Quería pasar por Happy Books a comprar algún libro del famoso autor de trípticos de una cara. Así, la próxima vez de vivir algo así, estaría preparado.
Sin tetas sí hay paraíso
A menudo, allanamos el camino para idearnos un sitio idílico, sin mácula, donde todo lo bueno es encarnado en una burda imagen alojada en nuestra mente televisiva. Este método de autodefensa es utilizado por nuestro cerebro para oxigenar nuestra vida, y más aún cuando ella se encuentra en esa intrincada selva llena de peligros y grandes excesos que es el mundo en que vivimos. Pero no hace falta hacer trasbordo en nuestro espacio e imaginación para descubrir eso. No tenemos por que huir de nuestra realidad para ver en nuestro entorno más inmediato; arte, cultura, poder, política, son el sexo y las drogas más codiciadas y que, al mismo tiempo están al alcance de muchos, eso sí, si nos lo sabemos montar primero con ese nombre sin tetas que es acudido a nosotros como una puerta que se nos abre al conocimiento del paraíso: la universidad.
Tiro al blanco
“Dicen que la religión es el opio del pueblo pero, sólo los que han sufrido su castigo pueden decir que el opio también yace en ella misma”.
Cuando eres un niño, ves un mundo de color rosa, casi perfecto, una perfección que sólo se ve contrastada por la triste verdad que se adueña de ti cuando te haces mayor. Es entonces y sólo entonces cuando descubres, que, prácticamente nada de lo que te habían dicho en el seminario es cierto, y que hasta la fecha habías vivido en un estado carcelario donde tu razón era sometida y aislada de la realidad más inmediata. Te habías dado cuenta, por fin, de que tu vida era una farsa y aunque querías remediarlo, tu pasado te perseguía. Un día enciendes el televisor y ves a Josef Göbel argumentando que nosotros somos iguales, mas, en tu interior sabes que no es así. Es luego cuando te sumes en un remordimiento y, en vano, buscas consuelo en tu interior, descubriendo al fin, tras mucho buscar, que los valores que te enseñaron han desaparecido y el credo que postulabas ha muerto. Te entran las dudas, piensas un poco, te rebelas contra todos, coges un arma y te lanzas contra los que te hicieron así; de nuevo caes en el pecado y, pecado contra pecado te destruyes, poco a poco, en la medida que lo vas destruyendo todo.
Los dardos de tía Clotilde
“Cuando deseas algo con todo tu corazón puede convertirse en realidad, aunque el resultado final no es siempre el esperado”.
En la vuelta de la calle del Camarón vivía ella.
Clotilde, la hija del epiléptico, como la llamaban, tenía la mayor casa del barrio. Era una linda ricachona, solterona y sin más decencia que cualquiera de esas chicas jóvenes y de media edad que andan semidesnudas por los alrededores de la calle Escobedo a partir de las doce de la noche. La diferencia es que, la ya cincuentona tenía más poder que ningún vecino; hasta el alcalde acataba humildemente sus órdenes, por el miedo que le merecía.
Un día, pusieron en venta la propiedad que lindaba con la casa de la señora. Claro está, lo primero que hizo ella es llamar a la inmobiliaria para hacer la primera oferta. Sin embargo, llegó tarde. Después de hablar con la secretaria de la agencia, le anunciaron de que había sido vendida. No os podéis ni imaginar lo que se enfureció.
Sólo le hubiera faltado saber quién tendría de vecinos. Pero no le costó mucho averigüarlo. Tras instalarse, ésos comenzaron a organizar barbacoas con sus amigos, a la vez que los perros campaban a sus anchas por el jardín y los lindes de la cerca de Clotilde, haciendo justo allí sus necesidades. Y para acabar de rematarlo, tres noches por semana montaban fiestas afterhours.Todos los vecinos habían puesto sus ojos hacia las dos casas. Todos sabían que algo muy malo estaba aún por suceder; y sucedió, sí, pero no de la forma en que todos pensaron.
Clotilde, desde la muerte de su marido, se había vuelto arisca, y el hecho de vivir sola le cambió el carácter por completo, volviéndola más orgullosa y "prima donna", muy narcisista y bastante soberbia tanto consigo misma como, como era obvio en mayor nivel, con los demás. Sin embargo, desde que vinieron sus nuevos vecinos, se quedó largas temporadas en casa, convirtiéndose en una persona ermitaña y asustadiza. Mucho más extravagante de lo que, ya de por sí, era. Había perdido su liderazgo y no ejercía más su control sobre nadie.
Todos los vecinos, como es natural, estaban muy contentos de los cambios. Por fin, la alcahueta ya no les ensartaría más con sus dardos envenenados de siempre: su mal carácter y afán manipulador.
Por desgracia, habían otros que habían cogido el relevo. Después de cinco meses que Clotilde no saliera de su casa, una patrulla policial la encontró en el desván. Estaba en el suelo con veinte dardos clavados en el cuello. VEINTE. El mismo número de vecinos que habían llegado. Pronto supo la gente que habían cambiado un dardo malo por veinte de peores.
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Relatos:
Ángel Brichs©
Imágenes:
Abi Pap, 2010©
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