¿Qué lecturas os seducen más?

domingo, 4 de abril de 2010

Tiffany BCN (relato)





“La historia es un instante preferido,
un tesoro de imágenes, que él guarda
para su necesaria consulta con la muerte.
Y el final de la historia es esta pausa”.

Jaime Gil de Biedma



Fotografía (Jean-Baptiste Mondino) ©: “House Couture”. Fotomontaje representando a Jean-Paul Gaultier con motivo de la aparición del disco “How to do that?”, en 1989.




Hay algunos tipos que son unos miedicas; otros, en cambio, son hasta avanzados para su época. Pero son muy pocos los que pasan desapercibidos. Ésos son los peores. No obstante, el exceso de protagonismo y posterior popularidad inconfesable hacen del noventa por ciento de la población, víctimas de sus propios mitos; el resto, son aquellos que nada les importa, salvo a ellos mismos y sus objetivos -como es natural- como a los otros, sin embargo éstos son, de por sí, inmutables ya que a diferencia de los primeros, sí tocan de pies al suelo.
Creen estar por encima de los demás. Y lo están. Sus dones: la objetividad y el autocontrol; unas cualidades que les permiten ser un tanto -cómo decirlo- adivinos, o sea, que saben lo que tiene que pasar antes de que ocurra. Pero no se trata de ser un mero prestidigitador de los pensamientos de los demás aquí, sino el mejor de los “mentalistas”, es decir, aquél que posee el instinto necesario para ejercer ese poder que sólo unos pocos pueden o saben utilizar con los demás: la manipulación.

Tienes que hacer como cuando imitas a Aznar; así, cerrando la boca continuas hablando pero nadie te escucha, ya que no pueden oírte. Puedes, por tanto, lanzar tantas salvas de insultos como quieras ya que nadie se percatará de ellos. Tan sólo un suave ronroneo producto del contacto de ambos labios y una pequeña rendija que provoca la salida del aire te distinguirá del borracho común o del yonki entripado, pero, por desgracia, seguirán pensando que hablas sólo; y el monólogo no es, a la vera, la mejor táctica para relacionarte, salvo contigo mismo, como le ocurre a José María. Por contra, la aventura que te hace salir de casa y buscar en la calle aquél o aquella que ha de formar parte de tu vida no suele ser algo fácil ni divertido. A veces, ese contacto -del que hablaba- es tan frío y zombiesco que pareces una figura de piedra al lado de una gorgona fosilizada, que, aún sin vida, no deja de perder su encanto. Luego, la vergüenza ajena, aquella irracional postura que te hace obrar como un autómata frente al objeto del deseo te atenaza y te deja inmóvil el tiempo suficiente para que esa otra figura petrificada que anda a tu lado se rebele. ¡Has perdido! ¡Acabas de ser dominado! Has perdido la batalla de la peor forma en la que pudiste salir derrotado; al perder la esperanza te abandonaste y no pudiste culminar tu objetivo; la oportunidad de ese polvo rápido se perdió para siempre. Ya no podemos darle la vuelta al marcador. Ahora, la única misión en su vida será dominarnos a su antojo. Hará todo lo que ella quiera, si nosotros la dejamos claro. Entonces, un pequeño tic nervioso nacerá en nuestro hombro y, poco a poco irá bajando por el antebrazo hacia el brazo en dirección a nuestra mano. Un impulso de rabia incontenida viajará desde los recónditos lugares de nuestra anatomía hacia el cerebro para responder sí o no a ese instinto salvaje que, poco a poco, se nos va adueñando de nuestra capacidad de pensar y obrar con independencia. Es luego cuando debemos reconsiderar nuestros actos a la fémina, o sea, seguir dándole cuartel o presentarle batalla por donde menos se lo espere. Y es precisamente en ese estado instintivo de nuestra consciencia donde lograremos descifrar el éxito para nuestros actos posteriores. Visto de este modo puede parecer todo esto una “Piater”, como dicen en Rusia, por no decir una empanada mental considerable que más tiene que ver con una baladronada filosófico-taoísta de nuestra existencia y lugar en el mundo que una parte de ese concepto desconocido al que se denomina “ligar”.
Lo mejor que puedes hacer entonces es asirla bien, bajarle las bragas y partirle las medias en dos para tocar carne y darle calor. Después, tan sólo cabálgala; tan fuerte y profundo como puedas, sin parar. Dale todo lo que tengas. Pero con contención y delicadeza. No sería propio caer como un primo llegado a ese extremo. Sólo así podrás conservar tu honor y recuperar el porcentaje de autoestima necesario para igualar la balanza de ese respeto que habías perdido.
La “bathmologie” es una ciencia muy usada en el mundo de la moda; consiste en una escala de valores. En el amor, igual que en la vida, a diferencia de la moda, sólo hay lugar para el primero. El segundo y el tercero no reciben nunca premio; como mucho, una triste consolación que, normalmente conviene a ser más una tomadura de pelo, y de bolsillo, que cualquier otra cosa, y mucho menos, o casi nunca, a no ser que tu otra media naranja sea una sentimental, de amor.

Muchas veces suele confundirse la sugerencia con la sugestión. Ambas no son tan diferentes si las valoramos en profundidad. Viéndolo así, un beso puede ser sugerente, al igual que una insinuación, empero, la última, dependiendo de su carácter, puede dar mucho más de sí.
Siempre he creído que aquello que no se sabe puede colmar casi todas las sensaciones o incluso más, de aquello que ya conocemos. Un beso es grato, amable, aunque también violento e hipócrita; es allí donde se desglosa suave y amenazadoramente ese vacío mental que nos seduce, nos motiva y nos condiciona. Y allí es donde yace ese poder.
¿Dinero? No es cuestión de dinero... Bueno, de eso también, por qué engañaros, pero no siempre lo es. Lo que importa es mostrar aquello que no eres multiplicado por un millón de veces, o dos. Lo malo es que, para que no te descubran el bulo, o finges muy bien o eres, en verdad, lo que finges ser. Las mujeres, ya sean pijas, frígidas o “liberales” nunca te venderán lo que piensan; esa pátina en el carácter, esa mueca impía es lo último que nos mostrarán, o no lo harán nunca, ya que es lo único que las protege de nosotros y por ello lo salvaguardan. Es por eso que debemos provocarla, incitarla a cometer errores, cosa nada fácil en ellas, pero no imposible. Y no os hablo de ningún estado alcohólico respetable; eso no ayuda a nadie, salvo a ti mismo y el soliloquio no le interesa a nadie, y menos a ella.

Mi cerebro parecía una lata de sardinas. Mis pensamientos vagaban al azar, entretejiendo una enmarañada selva de ideas inconexas que yo me transmitía a mí mismo en forma de exabruptos, ideas preconcebidas y argumentos trasnochados.
Necesitaba aire limpio, fresco, para oxigenar mi mente y también, por qué negarlo, mi oxidado cuerpo, refugiado toda la semana entre la distancia que media del ático del ensanche hasta la oficina de dirección donde veo la playa de la Barceloneta.
Era sábado por la tarde. Una brisa suave se te metía entre la piel y la ropa, y el contacto de una y otra me producía leves escalofríos. No sé por qué pero ese vientecillo marino que se me posaba en la piel, haciéndome remolinos en el vello, el cual bailaba descubierto entre una camisa desbordada y una americana que necesitaba urgentemente una sesión doble de tintorería, me hizo pensar en los hechos del día anterior. Y era precisamente en ese estado solitario, andando en la intemperie del Paseo, por delante de las torres Mapfre en dirección al aparcamiento cuando, súbitamente, me vinieron aquellos pensamientos, que, en cuanto a distracción del subconsciente más olvidadizo, y en sucesión rápida de destellos, contemplaban en un abrir y cerrar de ojos aquellos retales de memoria que hacían nacer una idea más o menos somera -en un principio- para construir la imágenes de una historia completa, como si de una pieza de celuloide se tratase.

Cada viernes por la tarde, a eso de las siete apago el ordenador -después de imprimir un par de informes laborales que le valdrán el despido a un par o tres de miembros del personal de la compañía- y cierro mi oficina.
Corren malos tiempos y el empleo de relaciones públicas laborales no está muy bien visto que digamos, y su especialización (la caza de vagos, como la denominan algunos, sobre todo, los afectados), mucho menos.
A lo largo del 2009 no había estado cruzado de manos; la prueba de ello eran los veinte tijeretazos que habían reducido la plantilla de mi empresa en un sesenta por ciento. Muchos me miraron con manía al principio, manía que pasó a rabia; finalmente, el miedo les impedía hasta mirarme.
Contra todo pronóstico, nunca me había considerado un fanático del cascar palos a la gente, mas sí del desempleo. No era obsesivo con mi trabajo. De nada eso valía. Era mucho más sutil; el garrote y la mala leche nunca lo eran, además armaban escándalo. No. Yo soy un hombre de letras, abogado, de familia bien acomodada, aunque no rica en exceso. Nunca me habían caído bien los alicaídos ni los prebitostes que chillan y hablan por los descosidos. Siempre pensé que hablando poco y poniendo el dedo en la llaga, allí donde más daño hace, puedes controlar a quien quieras.
El don principal del hombre es ser tranquilo.
Nadie es intocable. El nerviosismo, igual que una úlcera de estómago o una afección de próstata es lo que te delata, te obstruye la mente y, sin darte cuenta, te aparta, poco a poco, del resto. Hasta que te vas fuera; despido y ¡hala!, a la calle.
Y allí me hallaba yo ahora, solo, por el momento, aunque pocos sabían que allí, en las oscuras tinieblas de la noche, y todo lo que ella entraña, allí comenzaba mi otra vida.
Hay quien cree encontrar en casa ajena de lo que en la suya carece.
La Plaza de Catalunya estaba a reventar. Miré el reloj digital: las siete y media de la tarde. Me daba tiempo de ir a un par de sitios antes de pasar a recoger a Claudia en casa de sus papis. Seguí un poco más el reloj con la mirada: veintitrés grados, temperatura casi veraniega. Parece mentira lo que la temperatura afecta a la gente, así de literal; la respuesta en el wearing la hallarás fácilmente. Tan sólo tienes que fijarte un poco en cada temporada; aunque las tesituras siguen siendo las mismas, más ropa o poca ropa, dependiendo del calor.
Aquél que diga que el “Le Haut-Lieu” es el mejor vino blanco del mundo, puede que esté en lo cierto, pero, ¿por qué pagar noventa y nueve euros con cincuenta céntimos la botella cuando tienes tintos y blancos españoles y catalanes a una quinta parte de ese precio absurdo y astronómico?
Cuando paso por delante de la librería Bertrand de la Rambla de Catalunya veo el último libro de Xavier Sardà, una novela titulada “El asesino de presentadores”. -Otra mierda del fallero-, pienso para mí. Pero al menos el tío se sincera. Algo es algo; lo malo es que hoy en día la terapia de la autocrítica la suele utilizar todo el mundo, que no sabe escribir.
Dicen que es mejor contar que explicar, aunque, de todas todas, sigo prefiriendo la segunda. Te da criterio, y eso es la base de todo y, cómo no, de un buen libro.
Ya me iba al último recado que me quedaba, o sea, ir a buscar a...¡guachi!. Me di de bruces contra un montón de libros. Pensaba que había caído sobre una estantería, pero no, tras mucho mete-saca de libros, comprobé que tan sólo era una “chica”. La ayudé a levantarse. Ella sola no podía. No me extrañaba. Lo que sí, era que pudiese cargar con todo aquel arsenal literario.
-¡Oye! ¿Cómo te encuentras?
-Ahora bien -repuso ella.
Me quedé un poco indeciso en ese momento. ¡Qué raro! Estaba en blanco. Cuando te encuentras ante este tipo de situaciones lo único que puedes hacer es ir a la tuya o aprovecharte. No sé si es por mi condición de catalán, como prevenía Calders en sus cuentos, pero escogí la segunda.
-Venga, que te invito a algo, y déjame...que te ayude con los libros.
Le cogí algunos y los llevé a la caja. La chica pagó en efectivo. ¡Vaya!-pensé. Y yo que creía que era una estudiante. Imbécil de mí o no ya me veía cargado hasta el culo de papel ahuesado y cubiertas rústicas y fresadas que comenzaban a darme más calor del que era bueno para mi gusto.
-¿Dónde vives? -se me escapó. Quería decir, ¿dónde te los llevo?
Ella sonrió un poco. ¡Qué alivio! Creía haber metido la pata hasta el fondo, pero esa dádiva me daba expectativas. Ella no dijo nada, tan sólo me señaló con el índice un edificio roñoso, de aspecto señorial y corte modernista que se agigantaba un poco más al cruzar la Ronda de Sant Antoni. Ya habíamos llegado.
Tras abrir la colosal puerta de hierro forjado, la chica me hizo un signo, mostrándome tres dedos. Había comprendido: planta tercera y sin ascensor. Mi cerebro montaba, mecánicamente, un argumento bastante usado, el de la manipulación femenina, el cual sólo era superado, a veces, por el abandono del hombre. Aunque la columna de libros que sostenía me impedían verla en su totalidad, un pequeño hueco, que se abría como un obturador de un cameramán, pude contemplarla vagamente.
Manos duras y huesudas, culpa de su anoréxica figura, anunciaban unos brazos delgadísimos como fideos desgajados; pechos planos, inexistentes, te olvidaban pronto, ceñidos en un top esquemático de barras tricolores que hacían juego con el pidgin, las babuchas de color rosa y el kilt ceñido hasta el cuello. La cara, flácida y espectacularmente rematada con un look “high design” la dotaba, junto a su cabello recién cortadito, de una dimensión fashion que difícilmente pasaría desapercibida.
Igual que una Gradisca del maestro del cine neorrealista italiano, aquél que anunciaba a coro que no quería demostrar nada sino mostrarlo todo, yo, en mi vida profesional cazador, me hallaba ahora igual que una cobra en un río: perdido.
-¡Déjalo aquí, cariño! -me dijo la escuálida fémina, señalando una mesa de gran talla que se abatía, entera, de un lado a otro del apartamento.
A veces, las personas vemos la realidad desde un prisma loco, y diversos mundos paralelos al más puro estilo Bilal se muestran delante nuestro. Es luego cuando debemos asegurarnos en nuestros objetivos.
El no saber decir sí o no a tiempo, puede llevarnos al caos más absoluto, y a cosas peores incluso.
Por suerte, aunque no para el cerebro, el instinto no es amante de la inteligencia. Asimismo la irracionalidad no presupone tampoco, necesariamente, un sentimiento de irrealidad. Y es en ese instante cuando no te puedes permitir el lujo de pensar siquiera. Toda disertación queda invalidada por una sensación física, el cual es el único pensamiento, llegados a ese punto, que va unido a una dosis de inteligencia primitiva que permite aislarte de tu mundo y destruye todas las imágenes ininteresantes para llevarte donde quieres llegar, agudizando tus sentidos para llegar, y llegar bien.
-Soy escritora –me dice, emitiendo una sonrisa maliciosa entre la comisura de unos deliciosos labios “bourjois”.
-¡Me da igual! Me acerco rápido pero seguro de mí mismo. Le sujeto la mano. A sabiendas de mis intenciones, tuerce la izquierda para darme una bofetada que no llega a su destino. Entonces, cara a cara, intenta ejercer su impronta creativa, su psicología, su carácter manipulador. ¡Demasiado tarde! piensa el animal que se ha adueñado de mí. Mi malvada sonrisa le anuncia lo que le viene encima. Ella suspira. ¿Está preparada? Como una alegoría del Amarcord felliniano le arranco la minifalda buscando en vano unas bragas escondidas. Ella ríe: ¡No tiene! Se cree capaz de dominar la situación. Pero no puede, y ella lo sabe; tan sólo flirtea con burdos amagos del infarto sexual que en pocos minutos la sumirá en un éxtasis furibundo.
Se vuelven las tornas; el macho animal transmite a la humana herida la dosis instintiva necesaria para eliminar en ella toda posibilidad de raciocinio.
Lo que antes era gozo de uno ahora lo era de dos. Ella sabía que la única protección llegada a ese extremo era volcarse al placer. Carpe diem. Un fragor bestial recorre los recovecos del piso para postrarse en la ya de por sí agrietada mesa, de tan atizada que estaba de los golpes que le habían dado y los martillazos que ahora se cobraba.
Dejando a un lado la postpornografía y las falsas crónicas de sexo-identidad, cabe decir que se portó como una auténtica madam del placer, y aunque no alcanzaba a comprender donde guardaba la fuerza necesaria -en su cuerpo de cuarenta kilos- para resistir las salvajes embestidas que le daba, ni me importaba lo más mínimo. Los anillos que llevaba y los veinte mil piercings que vestían su lechal y tibia boca, calentaban mis ánimos, y eso me bastaba.



“Lo cierto es que la jovenzuela me había dejado más que satisfecho. Era imparable. Una auténtica fiera. Misteriosa en su principio, pero cuando se desataba de su valor más preciado, te hacía lo que ninguna. Era una por tres veces buena, sexualmente hablando. En tres partes. Una auténtica VOA.”



En el fondo, llegados a cierto punto, las mujeres son más o menos iguales. Y es precisamente en los momentos más intensos, salvajes y perversos, de sexo duro, cuando descubres si alguien es o no es buena persona. Esa es pues la terapia de grupo más recomendada. El sexo no distingue de clases, de razas ni de emblemas; es un todo, el todo, y además, por si poco fuera, lo único que el ser humano de verdadero ha creado. Nada de lo “domani iniziamo la conquista del mondo” es cierto. Para equilibrar la balanza, sólo tienes que dejarte llevar, ni siquiera pensar, y mucho menos hablar. En nuestro instinto animal es donde reside nuestro verdadero corazón. Pero nuestra inteligencia es nuestro secreto de confesión, la cual nos guardamos a buen recaudo, sólo para nosotros, y nuestros fines.


Una cremallera subió lentamente con su sonido sordo y estridente para anunciar la extinción de las últimas llamas del breve incendio doméstico acaecido en un piso del barrio gótico. Pese al silencio reinante, aún era de noche y, yo, debía ir a recoger a Claudia, ¿ o era Bárbara? La verdad, ya no me acordaba de nada; esa bibliotecaria me había dejado fundido del todo.
En vano, busqué la realidad entre las hojas arrugadas que la esquelética dama gótica exhibía como trofeos de guerra por todo su habitáculo. Sin detenerme a escoger entre uno u otro, fui a buscar una coca-cola. De repente, me había entrado sed. No era normal en mí, pero estaba sediento.
Al cerrar la puerta de la nevera revoloteó sobre mi cabeza un papelote escrito con lo que me parecía una pluma de ave. -¡Qué loca!- Pensé. Si nadie escribía con eso ya. Me vestí y me fui escaleras abajo, andando y bebiendo el refresco, al mismo tiempo que leía las notas que la putísima copia de Marguerite Duras había escrito con tinta china de Camboya; decía:


“No hay peor cosa que no creer en ti mismo, ya que la diferencia en creer o no creer radica el espacio donde yace tu álter ego artístico, la creencia idealizada de lo que puedes ser y la capacidad de realizarte a ti mismo. No dar rienda suelta para que todo eso suceda te convertirá en un hombre o mujer a medias. Y entonces, alienado contigo mismo y el mundo que te rodea, sujeto y parte de la vergüenza, estarás acabado, y de creer querer ser algo, no serás nada”.


Lo que os decía, sólo inteligencia.






Copyright:


Relato:
Ángel Brichs©


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