‘Con sus vestidos purpúreos y emperifollados como iban, ¿quién se hubiere imaginado que, tras esas túnicas sacras, los colores salvajes del leopardo nos descubrirían?’
En el más hondo rincón de la más húmeda mazmorra, se hallaba una medio consumida silueta, arrastrándose de un lado a otro del suelo, entre huesos carcomidos y ratas hambrientas, sin rumbo ni control. Diez años hacía ya desde que el prior de Lanz fuese condenado a treinta años de presidio en la más pútrida prisión del reino. Poca cosa quedaba ya del, en otros tiempos, recio carácter del religioso. Se podía decir, cuanto menos, que había perdido toda la personalidad que lo caracterizaba. Estaba como animalizado, y sus huesos, casi igual de agrietados que los oxidados barrotes de su celda, se aquejaban de todos los males insoportables que habían conseguido socavar su entereza.
Ya nada le quedaba. Tan sólo consumirse a sí mismo. Del mismo modo que lo hiciera, otra vez, con su cónclave. Sus tocayos, seducidos por una cepa vírica que laceraba la carne y proveía de una congestión febrosa boca, nariz y faringe, mostraban, claramente, ese pasado que les había corrompido.
Valiéndose de su posición, el funcionario eclesial había sometido, incontables veces, a mancebos y seminaristas, creando un nido de placer y sodomía a su alrededor. Una cortina transparente e infranqueable separaba el mundo particular del oficial de Dios, de otro exterior, muy diferente, que debía mostrar, tanto en público como en privado. Un código inmutable y secreto rezaba para todo ese vergel de nalgas prietas y relicarios enderezados. Algo que, más pronto o más tarde, revertiría contra él.
Ahora, todo ese concubinaje había llegado a su fin. El ‘cura malo’ había caído en desgracia; no obstante, se había llevado muchos buenos por el camino. Consecuencia de su ‘maldad’, ellos también sufrían los síntomas de esa dolencia. Un dolor más fuerte que las pústulas de un apestado sometiendo miembros y carne indicaba una estancia corta, llena de sufrimientos y de sangre rojiza que se encargarían de vaciar esa vida de rosas que nunca verían de cerca ni conocerían jamás.
Copyright:
Del relato:
Ángel Brichs©
Abi Pap, 2010©
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