Los dorados anaqueles de Madam 'Le Putet' descubrían un extraño silogismo con aquellas diademas de las furcias que vagaban, despistadas por la noche, por los alrededores del Teatro Cervantes. Ella sonreía sólo de pensarlo; sabía que aquellas perdidas no tenían nada qué hacer. Ya se sabe, donde descansa la inteligencia europea, de poco sirve la conciencia africana.
-¡Y luego dicen que nosotros hemos traído el racismo a sus puertas!-Gritaba la vieja prostituta, como si cantase una ranchera, sin levantar mucho la voz, pero tampoco sin ocultar su enfado, añadiendo: -Cuando llegamos aquí, nosotros fuimos los primeros en descubrirlo. Ni siquiera sabíamos lo que era hasta que las vimos con sus alhajas y vestidos de colores, armándola en mitad de la calle. Algo teníamos que hacer para defendernos, y el uso del cerebro era nuestra excusa perfecta. Nuestro motivo para sobrevivir.
-¡Qué pena!-Exclamó Le Putet.
-¡Pobrecitos!-Prosiguió Clirollís, lanzando una mirada de advertencia a ocho féminas que se hallaban acolchadas -más bien dormidas- en las alfombras y pufs de un burdel que olía a meados de alquería y pescado de puerto, ambos, extremos y curiosidades olfativas propias del ambiente que se respiraba en todos los zocos de Marruecos.
Poco tardaron los pequeños hombrecitos en tomar una mujer que les anulara las penas de la travesía marítima que suponía, en esos días del 1917, cruzar el Estrecho con apenas buques de escolta. Le Putet sabía que sus chicas se comportarían como es debido; tenían la lección bien aprendida.
Los prebostes del alto mando solían hacer la vista gorda ante el aumento de la media docena de distintas infecciones venéreas que solían asolar a la tropa. Y, aunque dichas cuestiones eran causa de malestar e incidían negativamente en el rendimiento de los hombres, preferían darle el cambiazo a algún informe y dejarlos morir en las trincheras, con el pirulí granjeado, pero contentos.
Las fulanas tenían su impronta creativa, y los soldados eran sus monaguillos. Mas, sin ellos, no eran gran cosa. No significaban nada en una sociedad como esa. Pese al libertinaje de la Tangerinna, la ciudad internacional -como la conocíamos todas-, ochenta mil musulmanes indicaban que, eso, tan sólo era un mito callejero. No obstante, pese a los abucheos y alguna pedrada, todas hacíamos lo que queríamos. Eso sí, con riesgo. Por eso nos portábamos bien. Sabíamos que una 'falta' sería peor que un asesinato, tanto para nosotras como para nuestro trabajo. Por ello temíamos la algarabía sexual que exhalaban las andanadas de uniformes marrones que hacían cola para acostarse con cualquiera de nosotras. Nuestra norma: que guardasen sus fusiles afuera. Nunca se sabía qué arma se dispararía primero.
Copyright:
Del relato:
Ángel Brichs©
Imagen:
Abi Pap, 2010©
www.literaturadart.blogspot.com
2 comentarios:
Muy bien fotografiado el ambiente. En lo noventa estuve en Melilla y esos olores son inolvidables. Felicidades.
He querido sintetizar ideas de mis viajes a Marruecos, y abordar la escena en función de lo que ésta pedía. El resto es ficción, como siempre. Me alegro de que le haya gustado.
Saludos;
Ángel Brichs
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