“Hay algo especial en el terror que protagonizan los vampiros. Algo de indefinible presencia sexual que los distingue del resto de monstruos reales y ficticios que han sido presentados una u otra vez en cómics, relatos literarios o películas. Y ese fascinante factor nos empuja secretamente al vampiro y a sus historias, en lugar de advertirnos contra él”.
Andrés Hispano
“Las mayores historias de vampiros, 2”, Toutain Editor S.A., (1991).
Las verdades: cuando son ocultas, mejor. Es luego cuando suscitan mayor interés en los lectores, y también en las personas que padecen sus efectos.
Eva era una chica normal. Un poco frígida, éso sí, pero viendo el mundo en el que vivimos, éso dista mucho de ser una rareza. La muchacha, criada en una familia de clase alta, cosa que denotaba una pizca de soberbia en su palabrería discordante, más parecida a un chiste de mal gusto que a esa mezcla explosiva que, enjuagada en el cloro de un lenguaje freak y de esos pijos progre de fines de los setentas, hecho que hacía anunciar su llegada a una milla justa de distancia de donde te encontrases, en el fondo, aunque muy mucho, no era mala chica. Te podría, desde la lejanía, éso sí, incluso caer bien. Era de esas personas que se hacen querer, si no las conoces a fondo, claro está.
Hasta aquí, esta historia puede parecer de lo más común, pensaréis. Formas de carácter, deseos de juventud, prontos mal resueltos y, ante todo, tópicos más bien burdos, que entrañan esas típicas “chiquilladas” que muchos hemos conocido en la inmadurez de nuestros días. Días en los que advertimos dónde yacía nuestra conciencia y llegaba nuestra ira, nuestros deseos inconfesados y aquellos excesos, producto -frecuente- de la suma de mal comportamiento y conceptos por descubrir.
El mito de la “primera sangre” era uno de ellos. Bueno, mito, mito, más bien para los profanos en la materia. Nosotros lo veíamos como algo común. Como la insensatez de esa chica, frígida, pija y orgullosamente estúpida que vagaba, a la sombra del crepúsculo, por los alrededores de la mansión del Final del Camino. Muchos fueron los viajeros, despistados algunos, por curiosidad otros, que se detuvieron en las postrimerías de nuestra casa. Los pocos que regresaban a sus lares, a sabiendas, conocidos menos por ellos que por sus congéneres, no volverían a ser los mismos.
Algunos nos veían como bestias de presa, otros, como hijos del maligno. Para nosotros, nada de esas patrañas nos parecían lógicas ni ciertas. Éramos personas, como las demás. Personas pero con hábitos algo, ¿cómo decirlo?, diferentes. Por éso no entendíamos cómo una cría inmadura podía vagar, en la intemperie del ocaso, por la fría campiña en la que se criaron, antaño, nuestros padres. Ese interés, asombrosamente anodino para nosotros, lo valorábamos como una falta de respeto de todos esos hombres y mujeres que habían cruzado nuestra “línea blanca” sin pedir permiso.
Yo, ahora ya mayor, sentado en el borde del Barranco de las Cruces, como llamamos al despeñadero que se encuentra detrás de la casa de mis difuntos padres; saludo a mis hijos mientras mi mujer, la cual conocí hace tan sólo sesenta años, se ciñe, recto, un cinturón “Hello Kitty”, algo abollado por el golpe propinado al último, ya cadáver, que hemos enterrado pocos minutos antes, mientras relame una pequeña mota de sangre que todavía quedaba impregnada en él. Ésa era una de las cosas que aún poseíamos de nuestra herencia anterior: esa propensión al vicio que nos condicionaba y ocultaba un rostro que, poco tenía ya de humano: un engaño para los sentidos, y nuestras víctimas.
Copyright:
Relato:
Ángel Brichs©
Imagen:
Abi Pap, 2010©
Publicado en este blog bajo el consentimiento del autor:
www.literaturadart.blogspot.com
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