Hace unos meses, conocí a una chica. Era rubia, eso sí, pero no de natural. Aunque no me lo dijese, intuyo de que el suyo sería el castaño u el azabache. Alta no era en exceso, altura que quizá igualara su “pretendida personalidad”, la cual engañaba más a ella misma que aquéllos a los que deseaba embaucar.
Lo cierto es que era una de ésas de las que “enamoran”, pero le faltaba aquello que todo el mundo -o la mayor parte, al menos- posee: sentido común. Ella lo tenía. A su manera, claro. Esa era una de las palabras que solía utilizar, cuando estaba conmigo al menos.
Tenía un suave, y sencillo, problemilla: no había probado el sexo desde hacía meses; yo más bien diría décadas. Quizás no lo hubiese probado nunca, y era una lástima porque estaba muy apetecible.
Sus reacciones querían ser normales, “querían” he dicho. Yo las veía más simples y predecibles que la alquitranada palabra que sus labios sensuales tipografiaban sin cesar. Clar@, toda ella estaba de contenerse una y otra vez. Parecía haberle cogido gusto a esa vida. Se había acomodado. ¿Qué placeres tenía?. ¿Cómo se divertía?. Era algo que no me cabía en la cabeza.
Estamos en una categoría diferente. Igual que los espías, tenemos que vivir con dos, tres, cuatro, cinco vidas, o más -las de todas nuestras historias- para desconcertar, a tiempo para vivir la nuestra y propia y la otra que nos impulsa a escribir.
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Ángel Brichs©
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Nina Nikolova©
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