Un chorro limpio, y delgado, como un hilillo de seda, dibujaba una curva que navegaba, por el aire, como una nave espacial, efectuando una parábola que nacía en unos calzoncillos Calvin Klein y moría, en un suave chapoteo, en un círculo de cerámica esmaltada al que expertos en decorar interiores denominan inodoro. Antes, ese surtidor, que descubría meteóricas curvas, me hubiera trastornado produciéndome un sórdido malestar. El repiqueteo del líquido al estallar contra el agua estancada de ese diminuto agujero, había aguado mi carácter y condicionado un sistema nervioso del que mis músculos sufrían las torsiones de un arco más tenso que el de Ulises.
A veces, pensaba que las venas me iban a estallar y yo, cómo no, acto seguido y por singular esfuerzo, con ellas.
Parece mentira de que las insensateces de la mente humana, aludan a misterios tan inconsistentes, como éste. Pero así somos las personas, extrañas en nuestro contenido, cínicas en nuestra composición, y que cundían -ante todo- de cuerpo e intelecto, lo que da con el hábito del pensamiento, quizá la fuga de todo el conjunto, nuestro pequeño refugio y forma de advertirnos a nosotros mismos, cuánto nos hemos equivocado o demostrarnos, si cabe, ante nuestra ingrata existencia y parcial realidad, cómo debemos seguir haciéndolo.
Yo, no obstante, ya había superado esa etapa. Ya no necesitaba más pruebas ni debía dar con más pretextos para concienciar mi vida, mi realidad. Estaba limpio, como el chorro vasto y tóxico que tragaba el retrete en esos instantes. Una leve sacudida y el prepucio se ocultaría tras el firme envoltorio que se cierra, como una persiana, después de gimotear las últimas gotas, con un agua que, de común ha pasado a sucia, proveyéndose de una lluvia de copos dorados, sólo para lavarse, de nuevo, con más agua transparente que la de antes.
Y en medio de ese pozo que limpiaba -a medias- las suciedades del hombre, me hallaba yo, inerme, impávido en mi estulticia más absoluta. Me había quedado ciego, de pensamientos. Estaba, como se dice, de hielo. Ahora sí que no sabía qué hacer. Me hallaba más solo que antes. Mi soledad era total. No tenía a nadie. Mis pensamientos habían desaparecido, y yo, con ellos. Encima de la mesa: una caja de reinol. Mi, ahora, nueva pesadilla. Había cambiado una por otra. Y ésta, no era mejor que la anterior. Tan sólo lo parecía.
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Microrrelato:
Ángel Brichs©
Imagen:
"Vesuvio"
Autor: Giuseppe Sticchi©
2 comentarios:
Pintas una pesadilla alzheimeriana.
Debe ser infernal perder las facultades de la mente.
Pienso que a éste tipo de pacientes deben encontrarles una terapia donde no los enfrenten a su confusión,sino que los sometan a ejecitar acciones relajantes como pintar o andar en paseos.
O a escribir, por ejemplo.
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