¿Intereses?-pensarán unos.
Antoni Gaudí es, para muchos, un genio de la arquitectura; incluso se le ha denominado, incontables veces, como artífice del modernismo. Pero fue, ante todo, algo más que un precursor del arte contemporáneo. Sus efectos de relieve y sus estudios del gótico y barroco tardío, junto con su clara influencia del imaginario que vino de las Indias españolas, pernoctó en su cerebro, reinventando los diseños conocidos hasta la fecha, y trazando un mundo donde lo imposible podía ser realizable. Pero, ¿qué había tras el joven estudiante de arquitectura que transformó la Catedral de Astorga, o el ecléctico artista que trastornó el Paseo de Gracia a las órdenes de la familia textil Batlló? Numerosos tópicos ancestrales como el dragón, los orbes y las tallas jerárquicas constituyen la escritura hierática que inventó Gaudí para sí. Misterios escondidos bajo finas capas de arte magno, de projectos por realizarse y un velo de lo oculto, que, del mismo modo que el vernissage sincrético y sináptico del símbolo reza para los iniciados, no estará nunca a la altura de los profanos.
Y a todo ello añadimos una de las últimas maniobras que el estado Vaticano ha llevado a cabo. El anuncio de un mérito que podría verse como una ofrenda a una crisis de valores, económicos y de fe, a escala mundial, buscando honrar un famoso monumento inacabado cuyo subsuelo pende de un hilo. ¿Se podría decir que hemos perdido el tren? Sólo el tiempo lo dirá. Por ahora, conformémonos con ese otro simbolismo eclesiástico que siempre nos ha utilizado, aquí, consagrado -o por consagrar, si el tren se lo lleva- por un inintervencionismo ejercido por una inexistente división de poderes, en un estado laico y “religiosamente” más poderoso de todo el sínodo católico, implicándose en un eufemismo histórico cuya interacción de fuerzas puede de que resulte fatal.
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Ángel Brichs©
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